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La casa de los espíritus
Isabel Allende
bisabuelo Marcos, pero que su mala memoria transformaba en cuentos nuevos. Así se
enteró Alba de un príncipe que durmió cien años, de doncellas que peleaban cuerpo a
cuerpo con los dragones, de un lobo perdido en el bosque a quien una niña destripó sin
razón alguna. Cuando Alba quería volver a oír esas truculencias, Blanca no podía
repetirlas, porque las había olvidado, en vista de lo cual, la pequeña tomó el hábito de
escribirlas. Después anotaba también las cosas que le parecían importantes, tal como
lo hacía su abuela Clara.
Los trabajos del mausoleo comenzaron al poco tiempo de la muerte de Clara, pero
se demoraron casi dos años, porque fui agregando nuevos y costosos detalles: lápidas
con letras góticas de oro, una cúpula de cristal para que entrara el sol y un ingenioso
mecanismo copiado de las fuentes romanas, que permitía irrigar en forma constante y
mesurada un minúsculo jardín interior, donde hice plantar rosas y camelias, las flores
preferidas de las hermanas que habían ocupado mi corazón. Las estatuas fueron un
problema. Rechacé varios diseños, porque no deseaba unos ángeles cretinos, sino los
retratos de Rosa y Clara, con sus rostros, sus manos, su tamaño real. Un escultor
uruguayo me dio en el gusto y las estatuas quedaron por fin como yo las quería.
Cuando estuvo listo, me encontré ante un obstáculo inesperado: no pude trasladar a
Rosa al nuevo mausoleo, porque la familia Del Valle se opuso. Intenté convencerlos
con toda suerte de argumentos, con regalos y presiones, haciendo valer hasta el poder
político, pero todo fue inútil. Mis cuñados se mantuvieron inflexibles. Creo que se
habían enterado del asunto de la cabeza de Nívea y estaban ofendidos conmigo por
haberla tenido en el sótano todo ese tiempo. Ante su testarudez, llamé a Jaime y le
dije que se preparara para acompañarme al cementerio a robarnos el cadáver de Rosa.
No demostró ninguna sorpresa.
-Si no es por las buenas, tendrá que ser por las malas -expliqué a mi hijo.
Como es habitual en estos casos, fuimos de noche y sobornamos al guardián, tal
como hice mucho tiempo atrás, para quedarme con Rosa la primera noche que ella
pasó allí. Entramos con nuestras herramientas por la avenida de los cipreses,
buscamos la tumba de la familia Del Valle y nos dimos a la lúgubre tarea de abrirla.
Quitamos cuidadosamente la lápida que guardaba el reposo de Rosa y sacamos del
nicho el ataúd blanco, que era mucho más pesado de lo que suponíamos, de modo que
tuvimos que pedir al guardián que nos ayudara. Trabajamos incómodos en el estrecho
recinto, estorbándonos mutuamente con las herramientas, mal alumbrados por un
farol de carburo. Después volvimos a colocar la lápida en el nicho, para que nadie
sospechara que estaba vacío. Terminamos sudando. Jaime había tenido la precaución
de llevar una cantimplora con aguardiente y pudimos tomar un trago para darnos
ánimo. A pesar de que ninguno de nosotros era supersticioso, aquella necrópolis de
cruces, cúpulas y lápidas nos ponía nerviosos. Yo me senté en el umbral de la tumba a
recuperar el aliento y pensé que ya no estaba nada joven, si mover un cajón me hacía
perder el ritmo del corazón y ver puntitos brillantes en la oscuridad. Cerré los ojos y
me acordé de Rosa, su rostro perfecto, su piel de leche, su cabello de sirena oceánica,
sus ojos de miel provocadores de tumultos, sus manos entrelazadas con el rosario de
nácar, su corona de novia. Suspiré evocando a esa virgen hermosa que se me había
escapado de las manos y que estuvo allí, esperando durante todos esos años, que yo
fuera a buscarla y la llevara al sitio donde le correspondía estar.
-Hijo, vamos a abrir esto. Quiero ver a Rosa -dije a Jaime.
No intentó disuadirme, porque conocía mi tono cuando la decisión era irrevocable.
Acomodamos la luz del farol, él desprendió con paciencia los tornillos de bronce que el
tiempo había oscurecido y pudimos levantar la tapa, que pesaba como si fuera de
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