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La casa de los espíritus
Isabel Allende
cuando vendía algún Nacimiento. Ganaba un mísero sueldo que gastaba casi entero en
cuentas de médicos, porque su capacidad para sufrir enfermedades imaginarias no
había disminuido con el trabajo y la necesidad, por el contrario, no hacía más que
aumentar año a año. Procuraba no pedir nada a su padre, para no darle ocasión de
humillarla. De vez en cuando, Clara y Jaime le compraban ropa o le daban algo para
sus necesidades, pero lo normal era que no tuviera para un par de medias. Su pobreza
contrastaba con los vestidos bordados y el calzado hecho a la medida con que el
senador Trueba vestía a su nieta Alba. Su vida era dura. Se levantaba a las seis de la
mañana, invierno y verano. A esa hora encendía el horno del taller, vestida con un
delantal de hule y zuecos de madera, preparaba las mesas de trabajo y batía la arcilla
para sus clases, con los brazos hundidos hasta los codos en el barro áspero y frío. Por
eso tenía siempre las uñas partidas y la piel agrietada y con el tiempo se le fueron
deformando los dedos. A esa hora se sentía inspirada y nadie la interrumpía, de modo
que podía empezar el día fabricando sus monstruosos animales para los Nacimientos.
Después tenía que ocuparse de la casa, los sirvientes y las compras, hasta la hora que
comenzaban sus clases. Sus alumnos eran niñas de buena familia que no tenían nada
que hacer y habían adoptado la moda de la artesanía, que era más elegante que tejer
para los pobres, como hacían las abuelas.
La idea de hacer clases para mongólicos fue producto del azar. Un día llegó a la casa
del senador Trueba una vieja amiga de Clara que traía a su nieto. Era un adolescente
gordo y blando, con una redonda cara de luna mansa y una expresión de ternura
inconmovible en sus ojitos orientales. Tenía quince años, pero Alba se dio cuenta de
que era como un bebé. Clara pidió a su nieta que llevara al muchacho a jugar al jardín
y cuidara que no se ensuciara, no se ahogara en la fuente, no comiera tierra y no se
manoseara la bragueta. Alba se aburrió muy pronto de vigilarlo, y ante la imposibilidad
de comunicarse con él en ningún lenguaje coherente, se lo llevó al taller de cerámica,
donde Blanca, para mantenerlo quieto, le puso un delantal que lo preservara de las
manchas y el agua, y colocó en sus manos una bola de arcilla. El muchacho estuvo
más de tres horas entretenido, sin babear, sin orinarse y sin dar cabezazos contra las
paredes, modelando unas toscas figuras de barro que después llevó a su abuela de
regalo. La señora, que había llegado a olvidar que andaba con él, quedó encantada y
así nació la idea de que la cerámica era buena para los mongólicos. Blanca terminó
haciendo clases para un grupo de niños que iban al taller los jueves por la tarde.
Llegaban en una camioneta, cuidados por dos monjas de tocas almidonadas, que se
sentaban en la glorieta del jardín a tomar chocolate con Clara y a discutir las virtudes
del punto de cruz y las jerarquías de los pecados, mientras Blanca y su hija enseñaban
a los niños a hacer gusanos, pelotitas, perros despachurrados y vasos deformes. Al
final del año las monjas organizaban una exposición y una verbena y aquellas
espantosas obras de arte se vendían por caridad. Pronto Blanca y Alba se dieron
cuenta que los niños trabajaban mucho mejor cuando se sentían queridos y que la
única forma de comunicarse con ellos era el afecto. Aprendieron a abrazarlos, a
besarlos y a hacerles mimos, hasta que ambas acabaron por amarlos de verdad. Alba
esperaba toda la semana la llegada de la camioneta con los retrasados y saltaba de
alegría cuando ellos corrían a abrazarla. Pero los jueves eran agotadores. Alba se
acostaba rendida, le daban vueltas en la mente los dulces rostros asiáticos de los niños
del taller y Blanca invariablemente sufría una jaqueca. Después que se iban las monjas
con su revuelo de trapos blancos y su leva de retrasados tomados de la mano, Blanca
abrazaba furiosamente a su hija, la cubría de besos y le decía que había que agradecer
a Dios que ella fuera normal. Por eso, Alba creció con la idea de que la normalidad era
un don divino. Lo discutió con su abuela.
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