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La casa de los espíritus
Isabel Allende
-En casi todas las familias hay algún tonto o un loco, hijita -aseguró Clara mientras
se afanaba en su tejido, porque en todos esos años no había aprendido a tejer sin
mirar-. A veces no se ven, porque los esconden, como si fuera una vergüenza. Los
encierran en los cuartos más apartados, para que no los vean las visitas. Pero en
realidad no hay de qué avergonzarse, ellos también son obra de Dios.
-Pero en nuestra familia no hay ninguno, abuela -replicó Alba.
-No. Aquí la locura se repartió entre todos y no sobró nada para tener nuestro
propio loco de remate.
Así eran sus conversaciones con Clara. Por eso, para Alba la persona más
importante en la casa y la presencia más fuerte de su vida era su abuela. Ella era el
motor que ponía en marcha y hacía funcionar aquel universo mágico que era la parte
posterior de la gran casa de la esquina, donde transcurrieron sus primeros siete años
en completa libertad. Se acostumbró a las rarezas de su abuela. No le sorprendía verla
desplazarse en estado de trance por todo el salón, sentada en su poltrona con las
piernas encogidas, arrastrada por una fuerza invisible. La seguía en todas sus
peregrinaciones a los hospitales y casas de beneficencia donde trataba de seguir la
pista de su recua de necesitados y hasta aprendió a tejer con lana de cuatro hebras y
palillos gruesos los chalecos que su tío Jaime regalaba después de ponérselos una vez,
nada más que para ver la sonrisa sin dientes de su abuela cuando ella se ponía bizca
persiguiendo los puntos. A menudo Clara la usaba para llevarle mensajes a Esteban,
por eso la apodaron Paloma Mensajera. La niña participaba en las sesiones de los
viernes, donde la mesa de tres patas daba saltos a plena luz del día, sin que mediara
ningún truco, energía conocida o palanca, y en las veladas literarias donde alternaba
con los maestros consagrados y con un número variable de tímidos artistas
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