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La casa de los espíritus
Isabel Allende
artificiales. Al verla, su abuela Clara lanzó una carcajada, pero su madre la consoló con
dos gotas de su perfume que le puso en el cuello.
-Vas a conocer a una persona famosa-dijo Blanca misteriosamente al salir.
Llevó a la niña al Parque Japonés, donde le compró pirulines de azúcar quemada y
una bolsita de maíz. Se sentaron en un banco a la sombra, tomadas de la mano,
rodeadas de las palomas que picoteaban el maíz.
Lo vio acercarse antes que su madre se lo señalara. Llevaba un mameluco de
mecánico, una enorme barba negra que le llegaba a la mitad del pecho, el pelo
revuelto, sandalias de franciscano sin calcetines y una amplia, brillante y maravillosa
sonrisa que lo colocó de inmediato en la categoría de los seres que merecían ser
pintados en el fresco gigantesco de su habitación.
El hombre y la niña se miraron y ambos se reconocieron en los ojos del otro.
-Éste es Pedro Tercero, el cantante. Lo has oído en la radio -dijo su madre.
Alba estiró la mano y él se la estrechó con la izquierda. Entonces ella notó que le
faltaban varios dedos de la mano derecha, pero él le explicó que a pesar de eso podía
tocar la guitarra, porque siempre hay una forma de hacer lo que uno quiere hacer.
Pasearon los tres por el Parque Japonés. A media tarde fueron en uno de los últimos
tranvías eléctricos que aún existían en la ciudad, a comer pescado en una fritanga del
mercado, y cuando anocheció las acompañó hasta la calle de su casa. Al despedirse,
Blanca y Pedro Tercero se besaron en la boca. Fue la primera vez que Alba vio eso en
su vida, porque a su alrededor no había gente enamorada.
A partir de ese día, Blanca comenzó a salir sola por el fin de semana. Decía que iba
a visitar a unas primas lejanas. Esteban Trueba montaba en cólera y la amenazaba con
expulsarla de su casa, pero Blanca se mantenía inflexible en su decisión. Dejaba a su
hija con Clara y partía en autobús con una valijita de payaso con flores pintadas.
-Te prometo que no me voy a casar y que regresaré mañana en la noche -decía al
despedirse de su hija.
A Alba le gustaba sentarse con la cocinera a la hora de la siesta, a escuchar por la
radio canciones populares, especialmente las del hombre que había conocido en el
Parque Japonés. Un día entró el senador Trueba al repostero y al oír la voz de la radio,
se lanzó contra el aparato dándole de bastonazos hasta dejarlo convertido en un
montón de cables retorcidos y perillas sueltas, ante los ojos de espanto de su nieta,
que no podía explicarse el súbito arrebato de su abuelo. Al día siguiente, Clara compró
otra radio para que Alba escuchara a Pedro Tercero cuando le diera la gana y el viejo
Trueba fingió no estar enterado.
Ésa fue la época del Rey de las Ollas a Presión. Pedro Tercero supo de su existencia
y tuvo un ataque de celos injustificado, si se compara el ascendiente que él tenía sobre
Blanca con el tímido asedio del comerciante judío. Como tantas otras veces, suplicó a
Blanca que abandonara la casa de los Trueba, la tutela feroz de su padre y la soledad
de su taller lleno de mongólicos y señoritas ociosas, y partiera con él, de una vez por
todas, a vivir ese amor desenfrenado que habían ocultado desde la niñez. Pero Blanca
no se decidía. Sabía que si se iba con Pedro Tercero quedaría excluida de su círculo
social y de la posición que siempre había tenido y se daba cuenta de que ella misma no
tenía ni la menor oportunidad de caer bien entre las amistades de Pedro Tercero o de
adaptarse a la modesta existencia en una población obrera. Años después, cuando
Alba tuvo edad para analizar ese aspecto de la vida de su madre, llegó a la conclusión
que no se fue con Pedro Tercero simplemente porque no le alcanzaba el amor, puesto
que en la casa de los Trueba no tenía nada que él no pudiera darle. Blanca era una
mujer muy pobre, que sólo disponía de algo de dinero cuando Clara se lo daba o
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