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La casa de los espíritus
Isabel Allende
que llegaban al consultorio alicaídos y tristes, salían llenos de esperanzas, los
enamorados que no eran correspondidos obtenían orientación para cultivar el corazón
indiferente y los pobres se llevaban infalibles martingalas para apostar en las carreras
del canódromo. El negocio llegó a ser tan próspero, que la antesala estaba siempre
atiborrada de gente y a la Nana empezaron a darle vahídos de tanto estar parada. En
esa ocasión Severo no tuvo necesidad de intervenir para ponerle fin a la iniciativa
empresarial de su cuñado, porque los dos adivinos, al darse cuenta de que sus aciertos
podían modificar el destino de la clientela, que seguía al pie de la letra sus palabras, se
atemorizaron y decidieron que ése era un oficio de tramposos. Abandonaron el oráculo
de la cochera y se repartieron equitativamente las ganancias, aunque en realidad la
única que estaba interesada en el aspecto material del negocio era la Nana.
De todos los hermanos Del Valle, Clara era la que tenía más resistencia e interés
para escuchar los cuentos de su tío. Podía repetir cada uno, sabía de memoria varias
palabras en dialectos de indios extranjeros, conocía sus costumbres y podía describir la
forma en que se atraviesan trozos de madera en los labios y en los lóbulos de las
orejas, así como los ritos de iniciación y los nombres de las serpientes más venenosas
y sus antídotos. Su tío era tan elocuente, que la niña podía sentir en su propia carne la
quemante mordedura de las víboras, ver al reptil deslizarse sobre la alfombra entre las
patas del arrimo de jacarandá y escuchar los gritos de las guacamayas entre las
cortinas del salón. Se acordaba sin vacilaciones del recorrido de Lope de Aguirre en su
búsqueda de El Dorado, de los nombres impronunciables de la flora y la fauna visitadas
o inventadas por su tío maravilloso, sabía de los lamas que toman té salado con grasa
de yac y podía describir con detalle a las opulentas nativas de la Polinesia, los
arrozales de la China o las blancas planicies de los países del Norte, donde el hielo
eterno mata a las bestias y a los hombres que se distraen, petrificándolos en pocos
minutos. Marcos tenía varios diarios de viaje donde escribía sus recorridos y sus
impresiones así como una colección de mapas y de libros de cuentos, de aventuras y
hasta de hadas, que guardaba dentro de sus baúles en el cuarto de los cachivaches, al
fondo del tercer patio de la casa. De allí salieron para poblar los sueños de sus
descendientes hasta que fueron quemados por error medio siglo más tarde, en una
pira infame.
De su último viaje, Marcos regresó en un ataúd. Había muerto de una misteriosa
peste africana que lo fue poniendo arrugado y amarillo como un pergamino. Al sentirse
enfermo emprendió el viaje de vuelta con la esperanza de que los cuidados de su
hermana y la sabiduría del doctor Cuevas le devolverían la salud y la juventud, pero no
resistió los sesenta días de travesía en barco y a la altura de Guayaquil murió
consumido por la fiebre y delirando sobre mujeres almizcladas y tesoros escondidos. El
capitán del barc