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La casa de los espíritus
Isabel Allende
admitió, estaba vivo y en posesión de todas sus facultades, incluso la del buen humor.
A pesar del noble origen de sus mapas aéreos, el vuelo había sido un fracaso, perdió el
aeroplano y tuvo que regresar a pie, pero no traía ningún hueso roto y mantenía
intacto su espíritu aventurero. Esto consolidó para siempre la devoción de la familia
por san Antonio y no sirvió de escarmiento a las generaciones futuras que también
intentaron volar con diferentes medios. Legalmente, sin embargo, Marcos era un
cadáver. Severo del Valle tuvo que poner todo su conocimiento de las leyes al servicio
de devolver la vida y la condición de ciudadano a su cuñado. Al abrir el ataúd, delante
de las autoridades correspondientes, se vio que habían enterrado una bolsa de arena.
Este hecho manchó el prestigio, hasta entonces impoluto, de los exploradores y los
andinistas voluntarios: desde ese día fueron considerados poco menos que
malhechores.
La heroica resurrección de Marcos acabó por hacer olvidar a todo el mundo el asunto
del organillo. Volvieron a invitarlo a todos los salones de la ciudad y, al menos por un
tiempo, su nombre se reivindicó. Marcos vivió en la casa de su hermana por unos
meses. Una noche se fue sin despedirse de nadie, dejando sus baúles, sus libros, sus
armas, sus botas y todos sus bártulos. Severo, y hasta la misma Nívea, respiraron
aliviados. Su última visit a había durado demasiado. Pero Clara se sintió tan afectada,
que pasó una semana caminando sonámbula y chupándose el dedo. La niña, que
entonces tenía siete años, había aprendido a leer los libros de cuentos de su tío y
estaba más cerca de él que ningún otro miembro de la familia, debido a sus
habilidades adivinatorias. Marcos sostenía que la rara virtud de su sobrina podía ser
una fuente de ingresos y una buena oportunidad para desarrollar su propia
clarividencia. Tenía la teoría de que esta condición estaba presente en todos los seres
humanos, especialmente en los de su familia, y que si no funcionaba con eficiencia era
sólo por falta de entrenamiento. Compró en el Mercado Persa una bola de vidrio que,
según él, tenía propiedades mágicas y venía de Oriente, pero más tarde se supo que
era sólo un flotador de bote pesquero, la puso sobre un paño de terciopelo negro y
anunció que podía ver la suerte, curar el mal de ojo, leer el pasado y mejorar la
calidad de los sueños, todo por cinco centavos. Sus primeros clientes fueron las
sirvientas del vecindario. Una de ellas había sido acusada de ladrona, porque su
patrona había extraviado una sortija. La bola de vidrio indicó el lugar donde se
encontraba la joya: había rodado debajo de un ropero. Al día siguiente había una cola
en la puerta de la casa. Llegaron los cocheros, los comerciantes, los repartidores de
leche y agua y más tarde aparecieron discretamente algunos empleados municipales y
señoras distinguidas, que se deslizaban discretamente a lo largo de las paredes,
procurando no ser reconocidas. La clientela era recibida por la Nana, que los ordenaba
en la antesala y cobraba los honorarios. Este trabajo la mantenía ocupada casi todo el
día y llegó a absorberla tanto, que descuidó sus labores en la cocina y la familia
empezó a quejarse de que lo único que había para la cena eran porotos añejos y dulce
de membrillo. Marcos arregló la cochera con unos cortinajes raídos que alguna vez
pertenecieron al salón, pero que el abandono y la vejez habían convertido en
polvorientas hilachas. Allí atendía al público con Clara. Los dos adivinos vestían túnicas
«del color de los hombres de la luz», como llamaba Marcos al amarillo. La Nana tiñó
las túnicas con polvos de azafrán, haciéndolas hervir en la olla destinada al manjar
blanco. Marcos llevaba, además de la túnica, un turbante amarrado en la cabeza y un
amuleto egipcio colgando al cuello. Se había dejado crecer la barba y el pelo y estaba
más delgado que nunca. Marcos y Clara resultaban totalmente convincentes, sobre
todo porque la niña no necesitaba mirar la bola de vidrio para adivinar lo que cada uno
quería oír. Lo soplaba al oído al tío Marcos, quien transmitía el mensaje al cliente e
improvisaba los consejos que le parecían atinados. Así se propagó su fama, porque los
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