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La casa de los espíritus
Isabel Allende
puntualmente en el sitio y no dio ni una mirada al cielo que se cubría de grises
nubarrones. La muchedumbre atónita, llenó todas las calles adyacentes, se encaramó
en los techos y los balcones de las casas próximas y se apretujó en el parque. Ninguna
concentración política pudo reunir a tanta gente hasta medio siglo después, cuando el
primer candidato marxista aspiraba, por medios totalmente democráticos, a ocupar el
sillón de los Presidentes. Clara recordaría toda su vida ese día de fiesta. La gente se
vistió de primavera, adelantándose un poco a la inauguración oficial de la temporada,
los hombres con trajes de lino blanco y las damas con los sombreros de pajilla italiana
que hicieron furor ese año. Desfilaron grupos de escolares con sus maestros, llevando
flores para el héroe. Marcos recibía las flores y bromeaba diciendo que esperaran que
se estrellara para llevarle flores al entierro. El obispo en persona, sin que nadie se lo
pidiera, apareció con dos turiferarios a bendecir el pájaro y el orfeón de la gendarmería
tocó música alegre y sin pretensiones, para el gusto popular. La policía, a caballo y con
lanzas, tuvo dificultad en mantener a la multitud alejada del centro del parque, donde
estaba Marcos, vestido con una braga de mecánico, con grandes anteojos de
automovilista y su cucalón de explorador. Para el vuelo llevaba, además, su brújula, un
catalejo y unos extraños mapas de navegación aérea que él mismo había trazado
basándose en las teorías de Leonardo da Vinci y en los conocimientos australes de los
incas. Contra toda lógica, al segundo intento el pájaro se elevó sin contratiempos y
hasta con cierta elegancia, entre los crujidos de su esqueleto y los estertores de su
motor. Subió aleteando y se perdió entre las nubes, despedido por una fanfarria de
aplausos, silbatos, pañuelos, banderas, redobles musicales del orfeón y aspersiones de
agua bendita. En tierra quedó el comentario de la maravillada concurrencia y de los
hombres más instruidos, que intentaron dar una explicación razonable al milagro. Clara
siguió mirando el cielo hasta mucho después que su tío se hizo invisible. Creyó
divisarlo diez minutos más tarde, pero sólo era un gorrión pasajero. Después de tres
días, la euforia provocada por el primer vuelo de aeroplano en el país, se desvaneció y
nadie volvió a acordarse del episodio, excepto Clara, que oteaba incansablemente las
alturas.
A la semana sin tener noticias del tío volador, se supuso que había subido hasta
perderse en el espacio sideral y los más ignorantes especularon con la idea de que
llegaría a la luna. Severo determinó, con una mezcla de tristeza y de alivio, que su
cuñado se había caído con su máquina en algún resquicio de la cordillera, donde nunca
sería encontrado. Nívea lloró desconsoladamente y prendió unas velas a san Antonio,
patrono de las cosas perdidas. Severo se opuso a la idea de mandar a decir algunas
misas, porque no creía en ese recurso para ganar el cielo y mucho menos para volver
a la tierra, y sostenía que las misas y las mandas, así como las indulgencias y el tráfico
de estampitas y escapularios, eran un negocio deshonesto. En vista de eso, Nívea y la
Nana pusieron a todos los niños a rezar a escondidas el rosario durante nueve días.
Mientras tanto, grupos de exploradores y andinistas voluntarios lo buscaron
incansablemente por picos y quebradas de la cordillera, recorriendo uno por uno todos
los vericuetos accesibles, hasta que por último regresaron triunfantes y entregaron a la
familia los restos mortales en un negro y modesto féretro sellado. Enterraron al
intrépido viajero en un funeral grandioso. Su muerte lo convirtió en un héroe y su
nombre estuvo varios días en los titulares de todos los periódicos. La misma
muchedumbre que se juntó para despedirlo el día que se elevó en el pájaro, desfiló
frente a su ataúd. Toda la familia lo lloró como se merecía, menos Clara, que siguió
escrutando el cielo con paciencia de astrónomo. Una semana después del sepelio,
apareció en el umbral de la puerta de la casa de Nívea y Severo del Valle, el propio tío
Marcos, de cuerpo presente, con una alegre sonrisa entre sus bigotes de pirata.
Gracias a los rosarios clandestinos de las mujeres y los niños, como él mismo lo
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