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La casa de los espíritus
Isabel Allende
hasta que el loro comenzó a llamarla por su nombre de pila y entonces se asomó a la
ventana. Su reacción no fue la que esperaba su enamorado. Sus amigas se encargaron
de repartir la noticia por todos los salones de la ciudad y, al día siguiente, la gente
empezó a pasear por las calles céntricas en la esperanza de ver con sus propios ojos al
cuñado de Severo del Valle tocando el organillo y vendiendo pelotitas de aserrín con un
loro apolillado, simplemente por el placer de comprobar que también en las mejores
familias había buenas razones para avergonzarse. Ante el bochorno familiar, Marcos
tuvo que desistir del organillo y elegir métodos menos conspicuos para atraer a la
prima Antonieta, pero no renunció a asediarla. De todos modos, al final no tuvo éxito,
porque la joven se casó de la noche a la mañana con un diplomático veinte años
mayor, que se la llevó a vivir a un país tropical cuyo nombre nadie pudo recordar, pero
que sugería negritud, bananas y palmeras, donde ella consiguió sobreponerse al
recuerdo de aquel pretendiente que arruinó sus diecisiete años con su marcha militar y
su vals. Marcos se hundió en la depresión durante dos o tres días, al cabo de los cuales
anunció que jamás se casaría y que se iba a dar la vuelta al mundo. Vendió el organillo
a un ciego y dejó el loro como herencia a Clara, pero la Nana lo envenenó
secretamente con una sobredosis de aceite de hígado de bacalao, porque no podía
soportar su mirada lujuriosa, sus pulgas y sus gritos destemplados ofreciendo papelitos
para la suerte, pelotas de aserrín y polvos para la impotencia.
Ése fue el viaje más largo de Marcos. Regresó con un cargamento de enormes cajas
que se almacenaron en el último patio, entre el gallinero y la bodega de la leña, hasta
que terminó el invierno. Al despuntar la primavera, las hizo trasladar al Parque de los
Desfiles, un descampado enorme donde se juntaba el pueblo a ver marchar a los
militares durante las Fiestas Patrias, con el paso de ganso que habían copiado de los
prusianos. Al abrir las cajas, se vio que contenían piezas sueltas de madera, metal y
tela pintada. Marcos pasó dos semanas armando las partes de acuerdo a las
instrucciones de un manual en inglés, que descifró con su invencible imaginación y un
pequeño diccionario. Cuando el trabajo estuvo listo, resultó ser un pájaro de
dimensiones prehistóricas, con un rostro de águila furiosa pintado en su parte
delantera, alas movibles y una hélice en el lomo. Causó conmoción. Las familias de la
oligarquía olvidaron el organillo y Marcos se convirtió en la novedad de la temporada.
La gente hacía paseos los domingos para ir a ver al pájaro y los vendedores de
chucherías y fotógrafos ambulantes hicieron su agosto. Sin embargo, al poco tiempo
comenzó a agotarse el interés del público. Entonces Marcos anunció que apenas se
despejara el tiempo pensaba elevarse en el pájaro y cruzar la cordillera. La noticia se
regó en pocas horas y se convirtió en el acontecimiento más comentado del año. La
máquina yacía con la panza asentada en tierra firme, pesada y torpe, con más aspecto
de pato herido, que de uno de esos modernos aeroplanos que empezaban a fabricarse
en Norteamérica. Nada en su apariencia permitía suponer que podría moverse y mucho
menos encumbrarse y atravesar las montañas nevadas. Los periodistas y curiosos
acudieron en tropel. Marcos sonreía inmutable ante la avalancha de preguntas y
posaba para los fotógrafos sin ofrecer ninguna explicación técnica o científica respecto
a la forma en que pensaba realizar su empresa. Hubo gente que viajó de provincia
para ver el espectáculo. Cuarenta años después, su sobrino nieto Nicolás, a quien
Marcos no llegó a conocer, desenterró la iniciativa de volar que siempre estuvo
presente en los hombres de su estirpe. Nicolás tuvo la idea de hacerlo con fines
comerciales, en una salchicha gigantesca rellena con aire caliente, que llevaría impreso
un aviso publicitario de bebidas gaseosas. Pero, en los tiempos en que Marcos anunció
su viaje en aeroplano, nadie creía que ese invento pudiera servir para algo útil. Él lo
hacía por e