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La casa de los espíritus
Isabel Allende
asunto, metiendo a Marcos y su complejo equipaje en un coche de flete y llevándolo a
la capital al único domicilio fijo que se le conocía: la casa de su hermana.
Para Clara ése habría sido uno de los momentos más dolorosos de su vida, si
Barrabás no hubiera llegado mezclado con los bártulos de su tío. Ignorando la
perturbación que reinaba en el patio, su instinto la condujo directamente al rincón
donde habían tirado la jaula. Adentro estaba Barrabás . Era un montón de huesitos
cubiertos con un pelaje de color indefinido, lleno de peladuras infectadas, un ojo
cerrado y el otro supurando legañas, inmóvil como un cadáver en su propia porquería.
A pesar de su apariencia, la niña no tuvo dificultad en identificarlo.
-¡Un perrito! -chilló.
Se hizo cargo del animal. Lo sacó de la jaula, lo acunó en su pecho y con cuidados
de misionera consiguió darle agua en el hocico hinchado y reseco. Nadie se había
preocupado de alimentarlo desde que el capitán Longfellow, quien como todos los
ingleses trataba mucho mejor a los animales que a los humanos, lo depositó con el
equipaje en el muelle. Mientras el perro estuvo a bordo junto a su amo moribundo, el
capitán lo alimentó con su propia mano y lo paseó por la cubierta, prodigándole todas
las atenciones que le escatimó a Marcos, pero una vez en tierra firme, fue tratado
como parte del equipaje. Clara se convirtió en una madre para el animal, sin que nadie
le disputara ese dudoso privilegio, y consiguió reanimarlo. Un par de días más tarde,
una vez que se calmó la tempestad de la llegada del cadáver y del entierro del tío
Marcos, Severo se fijó en el bicho peludo que su hija llevaba en los brazos.
-¿Qué es eso? -preguntó.
- Barrabás -dijo Clara.
-Entrégueselo al jardinero, para que se deshaga de él. Puede contagiarnos alguna
enfermedad -ordenó Severo.
Pero Clara lo había adoptado.
-Es mío, papá. Si me lo quita, le juro que dejo de respirar y me muero.
Se quedó en la casa. Al poco tiempo corría por todas partes devorándose los flecos
de las cortinas, las alfombras y las patas de los muebles. Se recuperó de su agonía con
gran rapidez y empezó a crecer. Al bañarlo se supo que era negro, de cabeza
cuadrada, patas muy largas y pelo corto. La Nana sugirió mocharle la cola, para que
pareciera perro fino, pero Clara agarró un berrinche que degeneró en ataque de asma
y nadie volvió a mencionar el asunto. Barrabás se quedó con la cola entera y con el
tiempo ésta llegó a tener el largo de un palo de golf, provista de movimientos
incontrolables que barrían las porcelanas de las mesas y volcaban las lámparas. Era de
raza desconocida. No tenía nada en común con los perros que vagabundeaban por la
calle y mucho menos con las criaturas de pura raza que criaban algunas familias
aristocráticas. El veterinario no supo decir cuál era su origen y Clara supuso que
provenía de la China, porque gran parte del contenido del equipaje de su tío eran
recuerdos de ese lejano país. Tenía una ilimitada capacidad de crecimiento. A los seis
meses era del tamaño de una oveja y al año de las proporciones de un potrillo. La
familia, desesperada, se preguntaba hasta dónde crecería y comenzaron a dudar de
que fuera realmente un perro, especularon que podía tratarse de un animal exótico
cazado por el tío explorador en alguna región remota del mundo y que tal vez en su
estado primitivo era feroz. Nívea observaba sus pezuñas de cocodrilo y sus dientes
afilados y su corazón de madre se estremecía pensando que la bestia podía arrancarle
la cabeza a un adulto de un tarascón y con mayor razón a cualquiera de sus niños.
Pero Barrabás no daba muestras de ninguna ferocidad, por el contrario. Tenía los
retozos de un gatito. Dormía abrazado a Clara, dentro de su cama, con la cabeza en el
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