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La casa de los espíritus
Isabel Allende
de los invitados. Clara lo hizo de mala gana, pero, por cariño a su hija, se puso los
dientes y procuró sonreír a todos los presentes.
Jaime llegó al final de la fiesta, porque se quedó trabajando en el hospital de pobres
donde empezaban sus primeras prácticas como estudiante de medicina. Nicolás llegó
acompañado por la bella Amanda, quien acababa de descubrir a Sartre y había
adoptado el aire fatal de las existencialistas europeas, toda de negro, pálida, con los
ojos moros pintados con khol, el pelo oscuro suelto hasta la cintura y una sonajera de
collares, pulseras y zarcillos que provocaban conmoción a su paso. Por su parte,
Nicolás estaba vestido de blanco, como un enfermero, con amuletos colgando al cuello.
Su padre le salió al encuentro, lo tomó de un brazo y lo introdujo a viva fuerza en un
baño, donde procedió a arrancar los talismanes sin contemplaciones.
-¡Vaya a su cuarto y póngase una corbata decente! ¡Vuelva a la fiesta y pórtese
como un caballero! No se le ocurra ponerse a predicar alguna religión hereje entre los
invitados ¡y diga a esa bruja que lo acompaña que se cierre el escote! -ordenó Esteban
a su hijo.
Nicolás obedeció de pésimo humor. En principio era abstemio, pero de la rabia se
tomó unas copas, perdió la cabeza y se lanzó vestido a la fuente del jardín, de donde
tuvieron que rescatarlo con la dignidad empapada.
Blanca pasó toda la noche sentada en una silla observando la torta con expresión
alelada y llorando, mientras su flamante esposo revoloteaba entre los comensales
explicando la ausencia de su suegra con un ataque de asma y el llanto de su novia con
la emoción de la boda. Nadie le creyó. Jean de Satigny le daba a Blanca besitos en el
cuello, le tomaba la mano y procuraba consolarla con sorbos de champán y langostinos
elegidos amorosamente y servidos de su propia mano, pero todo fue inútil, ella seguía
llorando. A pesar de todo, la fiesta fue un acontecimiento, tal como había planeado
Esteban Trueba. Comieron y bebieron opíparamente y vieron el amanecer bailando al
son de la orquesta, mientras en el centro de la ciudad los grupos de cesantes se
calentaban en pequeñas fogatas hechas con periódicos, pandillas de jóvenes con
camisas pardas desfilaban saludando con el brazo en alto, como habían visto en las
películas sobre Alemania, y en las casas de los partidos políticos se daban los último