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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Blanca se tragó el hipo y se sonó la nariz.
-¿Cómo lo sabe, mamá? -preguntó.
-Porque lo soñé -respondió Clara.
Eso fue suficiente para tranquilizar a Blanca por completo. Se secó las lágrimas,
enderezó la cabeza y no volvió a llorar hasta el día en que murió su madre, siete años
más tarde, a pesar de que no le faltaron dolores, soledades y otras razones.
Separada de su hija, con quien siempre había estado muy unida, Clara entró en otro
de sus períodos confusos y depresivos. Continuó haciendo la misma vida de antes, con
la gran casa abierta y siempre llena de gente, con sus reuniones de espiritualistas y
sus veladas literarias, pero perdió la capacidad de reírse con facilidad y a menudo se
quedaba mirando fijamente al frente, perdida en sus pensamientos. Intentó establecer
con Blanca un sistema de comunicación directa que le permitiera obviar los atrasos del
correo, pero la telepatía no siempre funcionaba y no había seguridad de la buena
recepción del mensaje. Pudo comprobar que sus comunicaciones se embrollaban por
interferencias incontrolables y se entendía otra cosa de lo que ella había querido
transmitir. Además, Blanca no era proclive a los experimentos psíquicos y a pesar de
haber estado siempre muy cerca de su madre, jamás demostró ni la menor curiosidad
por los fenómenos de la mente. Era una mujer práctica, terrenal y desconfiada, y su
naturaleza moderna y pragmática era un grave obstáculo para la telepatía. Clara tuvo
que resignarse a usar los métodos convencionales. Madre e hija se escribían casi a
diario y su nutrida correspondencia reemplazó por varios meses a los cuadernos de
anotar la vida. Así se enteraba Blanca de todo lo que ocurría en la gran casa de la
esquina y podía jugar con la ilusión de que todavía estaba con su familia y que su
matrimonio era sólo un mal sueño.
Ese año los caminos de Jaime y Nicolás se distanciaron definitivamente, porque las
diferencias entre ambos hermanos eran irreconciliables. Nicolás andaba esos días con
la novedad del baile flamenco, que decía haberlo aprendido de los gitanos en las
cuevas de Granada, aunque en realidad nunca había salido del país, pero era tal su
poder de convicción, que hasta en el seno de su propia familia comenzaron a dudar. A
la menor provocación, ofrecía una demostración. Saltaba sobre la mesa del comedor,
la gran mesa de encina que había servido para velar a Rosa muchos años antes y que
Clara había heredado, y comenzaba a batir palmas como un desenfrenado, a zapatear
espasmódicamente, a dar saltos y gritos agudos hasta que conseguía atraer a todos
los habitantes de la casa, algunos vecinos y en una ocasión a los carabineros, que
llegaron con los palos desenfundados, embarrando las alfombras con las botas, pero
que terminaron como todos los demás, aplaudiendo y gritando olé. La mesa resistió
heroicamente, aunque al cabo de una semana tenía la apariencia de un mesón de
carnicería usado para descuartizar becerros. El baile flamenco no tenía ninguna utilidad
práctica en la cerrada sociedad capitalina de entonces, pero Nicolás puso un discreto
anuncio en el periódico anunciando sus servicios como maestro de esa fogosa danza.
Al día siguiente tenía una alumna y a la semana se había corrido el rumor de su
encanto. Las muchachas acudían en pandillas, al comienzo avergonzadas y tímidas,
pero él comenzaba a revolotearles alrededor, a zapatearles enlanzándolas por la
cintura, a sonreírles con su estilo de seductor y al poco rato conseguía entusiasmarlas.
Las clases fueron un éxito. La mesa del comedor estaba a punto de deshacerse en
astillas, Clara empezó a quejarse de jaqueca y Jaime pasaba encerrado en su
habitación tratando de estudiar con dos bolas de cera en las orejas. Cuando Esteban
Trueba se enteró de lo que ocurría en la casa durante su ausencia, montó en justa y
terrible cólera y prohibió a su hijo usar la casa como academia de baile flamenco o de
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