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La casa de los espíritus
Isabel Allende
nada que hacer, sin ver a Blanca y sin comprender cómo había ido a parar en ese
folletín. No sabía si lamentarse por ser víctima de aquellos bárbaros aborígenes o
alegrarse de que podría cumplir su sueño de desposar a una heredera sudamericana,
joven y hermosa. Como era de temperamento optimista y estaba dotado del sentido
práctico propio de los de su raza, optó por lo segundo y en el transcurso de la semana
se fue tranquilizando.
Esteban Trueba fijó la fecha del matrimonio para dentro de quince días. Decidió que
la mejor forma de evitar el escándalo era saliéndole al encuentro con una boda
espectacular. Quería ver a su hija casada por el obispo, con traje blanco y una cola de
seis metros llevada por pajes y doncellas, fotografiada en la crónica social del
periódico, quería una fiesta caligulesca y suficiente fanfarria y gasto como para que
nadie se fijara en la barriga de la novia. El único que lo secundó en sus planes fue Jean
de Satigny.
El día que Esteban Trueba llamó a su hija para mandarla al modisto a probarse el
vestido de novia, fue la primera vez que la vio desde la noche de la paliza. Se espantó
al verla gorda y con manchas en la cara.
-No me voy a casar, padre -dijo ella.
-¡Cállese! -rugió él-. Se va a casar porque yo no quiero bastardos en la familia ¿me
oye?
-Creí que ya teníamos varios -respondió Blanca.
-¡No me conteste! Quiero que sepa que Pedro Tercero García está muerto. Lo maté
con mi propia mano, así es que olvídese de él y trate de ser una esposa digna del
hombre que la lleva al altar.
Blanca se echó a llorar y siguió llorando incansablemente en los días que siguieron.
El matrimonio que Blanca no deseaba se celebró en la catedral, con bendición del
obispo y un traje de reina hecho por el mejor costurero del país, quien hizo milagros
para disimular el vientre prominente de la novia con chorreras de flores y pliegues
grecorromanos. La boda culminó con una fiesta espectacular, con quinientos invitados
en traje de gala, que invadieron la gran casa de la esquina, animada por una orquesta
de músicos mercenarios, con un escándalo de reses sazonadas con yerbas finas,
mariscos frescos, caviar del Báltico, salmón de Noruega, aves trufadas, un torrente de
licores exóticos, un chorro inacabable de champán, un despilfarro de dulces, suspiros,
mil hojas, eclaires, empolvados, grandes copas de cristal con frutas glaseadas, fresas
de Argentina, cocos del Brasil, papayas de Chile, piñas de Cuba y otras delicias
imposibles de recordar, sobre una larguísima mesa que daba vueltas por el jardín y
terminaba en una torta descomunal de tres pisos, fabricada por un artífice italiano
originario de Nápoles, amigo de Jean de Satigny, que convirtió los humildes
materiales: huevos, harina y azúcar, en una réplica de la Acrópolis coronada por una
nube de merengue, donde reposaban dos amantes mitológicos, Venus y Adonis,
hechos con pasta de almendra teñida para imitar el tono rosado de la carne, el rubio
de los cabellos, el azul cobalto de los ojos, acompañados por un Cupido regordete,
también comestible, que fue partida con un cuchillo de plata por el novio orgulloso y la
novia desolada.
Clara, que desde el principio se opuso a la idea de casar a Blanca contra su
voluntad, decidió no asistir a la fiesta. Se quedó en el costurero elaborando tristes
predicciones para los novios, que se cumplieron al pie de la letra, como todos pudieron
comprobar más tarde, hasta que su marido fue a suplicarle qué se cambiara de ropa y
apareciera en el jardín aunque fuera por diez minutos, para acallar las murmuraciones
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