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La casa de los espíritus
Isabel Allende
colgó el auricular. En Las Tres Marías, Esteban Trueba, lívido de sorpresa y de rabia,
tomó su bastón y destrozó el teléfono por segunda vez. Nunca se le había ocurrido la
idea de que una hija suya pudiera cometer un desatino tan monstruoso. Sabiendo
quién era el padre, le tomó menos de un segundo arrepentirse de no haberle metido
un balazo en la nuca cuando tuvo la oportunidad. Estaba seguro que el escándalo sería
igual si ella daba a luz un bastardo, que si se casaba con el hijo de un campesino: la
sociedad la condenaría al ostracismo en cualquiera de los dos casos.
Esteban Trucha pasó varias horas rondando por la casa a grandes trancos, dando
bastonazos a los muebles y a las paredes, murmurando entre dientes maldiciones y
forjando planes descabellados que iban desde mandar a Blanca a un convento en
Extremadura, hasta matarla a golpes. Finalmente, cuando se calmó un poco, le vino
una idea salvadora a la mente. Hizo ensillar su caballo y se fue al galope hasta el
pueblo.
Encontró a Jean de Satigny, a quien no había vuelto a ver desde la infortunada
noche en que lo despertó para contarle los amoríos de Blanca, sorbiendo jugo de
melón sin azúcar en la única pastelería del pueblo, acompañado del hijo de Indalecio
Aguirrazábal, un fifiriche acicalado que hablaba con voz atiplada y recitaba a Rubén
Darío. Sin ningún respeto, Trucha levantó al conde francés por las solapas de su
impecable chaqueta escocesa y lo sacó de la confitería prácticamente en vilo, ante las
miradas atónitas de los demás clientes, plantándolo en el medio de la acera.
-Usted me ha dado bastantes problemas, joven. Primero lo de sus malditas
chinchillas y después mi hija. Ya me cansé. Vaya a buscar sus pilchas, porque se viene
a la capital conmigo. Se va a casar con Blanca.
No le dio tiempo a reponerse de la sorpresa. Lo acompañó al hotel del pueblo, donde
esperó con la fusta en una mano y el bastón en la otra, mientras Jean de Satigny hacía
sus maletas. Después lo llevó directamente a la estación y lo montó sin miramientos al
tren. Durante el viaje, el conde trató de explicarle que no tenía nada que ver con ese
asunto y que jamás le había puesto ni un dedo encima a Blanca Trueba, que
probablemente el responsable de lo sucedido era el fraile barbudo con quien Blanca se
encontraba en las noches en la orilla del río. Esteban Trueba lo fulminó con su mirada
más feroz. -No sé de lo que está hablando, hijo. Eso usted lo soñó -le dijo.
Trueba procedió a explicarle las cláusulas del contrato matrimonial, lo cual
tranquilizó bastante al francés. La dote de Blanca, su renta mensual y las perspectivas
de heredar una fortuna, la convertían en un buen partido.
-Como ve, éste es mejor negocio que el de las chinchillas -concluyó el futuro suegro
sin prestar atención al lloriqueo nervioso del joven.
Así fue como el sábado llegó Esteban Trueba a la gran casa de la esquina, con un
marido para su hija desflorada y un padre para el pequeño bastardo. Iba echando
chispas de rabia. De un manotazo volteó el florero con crisantemos de la entrada, le
dio un bofetón a Nicolás que intentó interceder para explicar la situación y anunció a
gritos que no quería ver a Blanca y que debía quedarse encerrada hasta el día del
matrimonio. Clara no salió a recibirlo. Se quedó en su habitación y no le abrió ni aun
cuando él partió el bastón de plata a golpes contra la puerta.
La casa entró en un torbellino de actividad y de peleas. El aire parecía irrespirable y
hasta los pájaros se callaron en sus jaulas. Los sirvientes corrían bajo las órdenes de
ese patrón ansioso y brusco que no admitía demoras para hacer cumplir sus deseos.
Clara continuó haciendo la misma vida, ignorando a su marido y negándose a dirigirle
la palabra. El novio, prácticamente prisionero de su futuro suegro, fue acomodado en
uno de los numerosos cuartos de huéspedes, donde pasaba el día dándose vueltas sin
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