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La casa de los espíritus
Isabel Allende
apasionamiento de su madre y los demás por identificarlos. Estaba muy ocupada en la
casa, porque Clara se desentendió de los asuntos domésticos con el pretexto de que
jamás tuvo aptitud para ellos. La gran casa de la esquina requería un ejército de
sirvientes para mantenerla limpia y el séquito de su madre obligaba a tener turnos
permanentes en la cocina. Había que cocinar granos y yerbas para algunos, verduras y
pescado crudo para otros, frutas y leche agria para las tres hermanas Mora y
suculentos platos de carne, dulces y otros venenos para Jaime y Nicolás, que tenían un
apetito insaciable y todavía no habían adquirido sus propias mañas. Con el tiempo
ambos pasarían hambre: Jaime por solidaridad con los pobres y Nicolás para purificar
su alma. Pero en esa época todavía eran dos robustos jóvenes ansiosos de gozar los
placeres de la vida.
Jaime había entrado a la universidad y Nicolás vagaba buscando su destino. Tenían
un automóvil prehistórico, comprado con el producto de las bandejas de plata que se
habían robado de la casa de sus padres. Lo bautizaron Covadonga, en recuerdo de los
abuelos Del Valle. Covadonga había sido desarmado y vuelto a armar tantas veces con
otras piezas, que escasamente podía andar. Se desplazaba con un estrépito de su
roñoso motor, escupiendo humo y tuercas por el tubo de escape. Los hermanos lo
compartían salomónicamente: los días pares lo usaba Jaime y los nones, Nicolás.
Clara estaba dichosa de vivir con sus hijos y se dispuso a iniciar una relación
amistosa. Había tenido poco contacto con ellos durante su infancia y en el afán de que
se «hicieran hombres», había perdido las mejores horas de sus hijos y había tenido
que guardarse todas sus ternuras. Ahora que estaban en sus proporciones adultas,
hechos hombres finalmente, podía darse el gusto de mimarlos como debió haberlo
hecho cuando eran pequeños, pero ya era tarde, porque los mellizos se habían criado
sin sus caricias y habían terminado por no necesitarlas. Clara se dio cuenta de que no