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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Los hermanos
Capítulo VII
Clara y Blanca llegaron a la capital con el lamentable aspecto de dos damnificadas.
Ambas tenían la cara hinchada, los ojos rojos de llanto y la ropa arrugada por el largo
viaje en tren. Blanca, más débil que su madre, a pesar de ser mucho más alta, joven y
pesada, suspiraba despierta y sollozaba dormida, en un lamento ininterrumpido que
duraba desde el día de la paliza. Pero Clara no tenía paciencia para la desgracia, de
modo que al llegar a la gran casa de la esquina, que estaba vacía y lúgubre como un
mausoleo, decidió que bastaba de lloriqueos y quejumbres, que era hora de alegrar la
vida. Obligó a su hija a secundarla en la tarea de contratar nuevos sirvientes, abrir los
postigos, quitar las sábanas que cubrían los muebles, las fundas de las lámparas, los
candados de las puertas, sacudir el polvo y dejar entrar la luz y el aire. En eso
estaban, cuando invadió la casa el inconfundible aroma de las violetas silvestres, y así
supieron que las tres hermanas Mora, advertidas por la telepatía o simplemente por el
afecto, habían llegado de visita. Su parloteo feliz, sus compresas de agua fría, sus
consuelos espirituales y su encanto natural, consiguieron que la madre y la hija se
repusieran de las contusiones del cuerpo y los dolores del alma.
-Habrá que comprar otros pájaros -dijo Clara mirando por la ventana las jaulas
vacías y el jardín enmarañado, donde las estatuas del Olimpo se erguían desnudas y
cagadas por las palomas.
-No sé cómo puede pensar en los pájaros si le faltan los dientes, mamá -anotó
Blanca, que no se acostumbraba al nuevo rostro desdentado de su madre.
Clara se dio tiempo para todo. En un par de semanas tenía las antiguas jaulas llenas
de nuevos pájaros, y se había hecho fabricar una prótesis de porcelana, que se
sostenía en su sitio mediante un ingenioso mecanismo que la afirmaba a los molares
que le quedaban, pero el sistema resultó tan incómodo, que prefirió llevar la dentadura
postiza colgando de una cinta al cuello. Se la ponía sólo para comer y, a veces, para
las reuniones sociales. Clara devolvió la vida a la casa. Dio orden a la cocinera de
mantener el fogón siempre encendido y le dijo que había que estar preparados para
alimentar a un número variable de huéspedes. Sabía por qué lo decía. A los pocos días
comenzaron a llegar sus amigos rosacruces, los espiritistas, los teósofos, los
acupunturistas, los telépatas, los fabricantes de lluvia, los peripatéticos, los adventistas
del séptimo día, los artistas necesitados o en desgracia y; en fin, todos los que
habitualmente constituían su corte. Ciara reinaba entre ellos como una pequeña
soberana alegre y sin dientes. En esa época empezaron sus primeros intentos serios
para comunicarse con los extraterrestres y como ella anotó, tuvo sus primeras dudas
respecto al origen de los mensajes espirituales que recibía a través del péndulo o de la
mesa de tres patas. Se la oyó decir a menudo que tal vez no eran las almas de los
muertos que vagaban en otra dimensión, sino simplemente seres de otros planetas
que intentaban establecer una relación con los terrícolas, pero que, por estar hechos
de una materia impalpable, fácilmente podían confundirse con las ánimas. Esa
explicación científica encantó a Nicolás, pero no tuvo la misma aceptación entre las
tres hermanas Mora, que eran muy conservadoras.
Blanca vivía ajena a esas dudas. Los seres de otros planetas entraban, para ella, en
la misma categoría de las ánimas y no podía, por lo tanto, comprender el
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