LA CASA DE LAS DOS PALMAS la casa de las dos palmas | Page 4

como sus cuentos escritos en Centroamérica o las novelas que vendrían después. En su caso escribir será ver, hacernos ver. Mientras escribía La tierra éramos nosotros recuperaba la finca Gibraltar, la vida en Jardín, la infancia. Invocaba. Asumía el remordimiento heredado de su padre, el haberla abandonado, vendido, negociado “los recuerdos, la belleza de la niñez ida”, (6) venderla a don Delfín, patrón indiferente, entregar a los seres leales que habían servido durante todas sus vidas, como si fueran objetos o animales traspasados. En el capítulo XII Bernardo sufre: “¡Pero si no hemos vendido únicamente la hacienda! Una tradición, una familia, una comunidad hermana”. (7) Todavía Manuel Mejía Vallejo sufre como Bernardo. Recuerda, recuerda... se entristece. Luego murmura que el abuelo Manuel María se dejó llevar: “su debilidad fueron las mujeres”, se impuso el castigo de nunca volver a su casa, aunque le hubieran perdonado. Entre las memorias que ahora se precipitan, la hazaña de “montar una maquinaria para sacar sal” (8), para los niños tan fantástica como el laboratorio de Melquiades. La quiebra, la pérdida de todo, la obligación de interrumpir los estudios y trabajar en un juzgado afectaría también la seguridad que busca todo hijo. Pero ¿hubiera escrito este libro de no haber sido así su destino? Se hace siempre la distinción autor-narrador pero Manuel Mejía Vallejo lo ha repetido: “Soy Medardo, soy Bernardo, soy el Profesor, soy la Cachorra, soy Zoraida, soy el árbol y aquella mesa”. Transformarse, sentirse no “como” sino “ser” el otro. Así se convierten los signos en sangre, hacen creer en otra realidad, transmutación de la nuestra. La escritura es un trabajo de alquimista. Bernardo se define como un artista, un pintor. Manuel Mejía Vallejo seguía las clases en Bellas Artes y hubiera apostado a que sería escultor. Todavía buscaba su vocación. En T arde de Verano , (9) en Los Invocados (10) Bernardo será el narrador. Traspasa al Poeta esa facilidad para escribir: “cartas di-amor”. Manuel Mejía Vallejo era el escribano de mayordomos y muchachas de la finca, lo cuenta con regocijo y malicia. La lectura de La tierra éramos nosotros es parecida a la observación de cuadros primitivistas. La perspectiva no está presente pero ningún detalle falta. Podemos imaginar cómo eran ese pueblo y esa finca del Suroeste, a una distancia de cincuenta años: “Las mañanas de mi pueblo no tienen gracia alguna. Sin embargo me gustan los amaneceres tranquilos de esta aldea.”. (11) Luego: “Los mediodías de mi pueblo, como sus mañanas no tienen gracia alguna. Pero gusto de estos mediodías intrascendentes”. Y finalmente: