LA CASA DE LAS DOS PALMAS la casa de las dos palmas | Page 26

Morales y su hermano Eusebio, a Narcisa y “La Madre”. Desde ese lugar, Balandú, isla del recuerdo, se va y viene por la historia de la familia en un tiempo inmemorial como lo es el pasado cuando invade el presente. Tiempo impermeable a los cambios - futuro -, tiempo sagrado en sus rituales de tareas sencillas que implican repetición. La construcción es circular, sin capítulos, el ritmo lo definen el ensimismamiento de Paula y sus variaciones: “Algunas tardes ocurren cosas extrañas”, “algo raro sucede esta tarde”, voz a la cual contesta Eusebio como en un dúo: “Estar alegre es lo importante”, “lo importante es el juego”, “lo importante es la canción”, “lo importante es la muerte” (72). Se intercalan el rito de la copa de vino al turpial, las exclamaciones: “Santo Cristo de los Nubarrones”, el gesto que abre y cierra “El Album”, el balanceo de la mecedora, el paso de “Almanaque” y de los días de la semana. Existe también un ritmo cósmico, rige las actividades. La descripción de las huertas, sus frutas, las flores, la aplicación medicinal de las plantas, la planchada, el ruido de la escoba de Narcisa, es minuciosa, poética. Atmósfera lenta, obsesiva en la cual todo lo que pasa ya sucedió. Contribuye a la decadencia tanto de las cosas como de la gente. “Días largos de cada semana, en las semanas largas de cada mes, en los meses inmensamente largos”. Intervienen la música: el disco en la ortofónica, guitarra, canciones, boleros; el vaivén de los gatos “Ovillo” y de “Bola-de billar”, el baile de “Tigre” y del turpial - la muerte de la sombra y del pájaro -; las apariciones de “La Madre” al balcón; los ruidos familiares de la casa, los ruidos inexplicables debidos a presencias invisibles. Los habitantes no tienen más destino que repetir las conversaciones, vivir al ritmo de las campanas que toca Bartolo aunque decidan firmar Actas, ocuparse de “La Obra”, - variantes del río que no dan qué hacer- y tiene el movimiento de la vida estancada del pueblo. Discusiones ociosas de “La Gran Tijera”, desplantes de cantina - que se encuentran la mayoría de los libros y dan naturalidad y desparpajo a los textos- preguntas sobre el estado de salud de cada uno caracterizado por un lobanillo, una úlcera, el asma, el embarazo de Almanaque, su orinadera sobre los sapos completan la atmósfera de semi inmovilidad, de sueño o “siesta de verano”. Recuerda el cuento “Humo” (73) de William Faulkner, la plaza a pleno sol, la muerte del juez cuya oficina vigilaba un negro “que allí permanecía sentado, dormitando, todo el día, como lo hiciera durante diecisiete años”. El verbo que se conjuga en Balandú es “aldear”, estar “aldeado: triste, anulado, jodido, hastiado, solo, en vísperas de morir sin trascendencia”. Es una vida interior, más bien, la característica de esta obra. La búsqueda de un trabajo de Eusebio para casarse con Piedad Rojas no conduce a nada, sólo a una “cansada resignación”. (74) Y la conclusión: “El futuro ya pasó”. Los recuerdos son los que adquieren vida a través de “El Album”: Miguel Herreros y el Cristo en cedro, la épica travesía del río Cauca, la salvación del sacerdote y del segundo Miguel gracias a la imagen, la familiaridad de siempre: “No nos engañemos, Viejo...”, los monstruos que componen la familia: Efrén Herreros, José Aníbal, Juancho López, Evangelina, su hija. Las fotos y los espejos, el mismo procedimiento al captar la imagen, la misma magia al devolverla de pie,