"Esto no puede estar sucediendo de verdad", gruñó mientras sacaba los pies de la ca-
ma y se sentaba en la orilla, la cabeza entre las manos. Pensó en el día anterior, y de
nuevo sintió el temor de estarse volviendo loco. Aunque nunca había sido susceptible,
Papá -quienquiera que ella fuera- lo ponía nervioso, y no tenía la menor idea de qué
pensar de Sarayu. Admitió para sí que Jesús le simpatizaba mucho, pero parecía el
menos divino de los tres.
Soltó un hondo, pesado suspiro. Y si Dios realmente estaba ahí, ¿por qué no se había
llevado sus pesadillas?
Demorarse en ese dilema, decidió, no le serviría de nada, así que se abrió paso hasta
el baño, donde, para su deleite, todo lo que necesitaba para una ducha había sido cui-
dadosamente dispuesto para él. Se tomó su tiempo en la calidez del agua, se tomó su
tiempo para afeitarse y, de vuelta en la recámara, se tomó su tiempo para vestirse.
El penetrante y cautivador aroma del café atrajo su mirada a la humeante taza que le
esperaba en la mesita junto a la puerta. Luego de tomar un sorbo, abrió las persianas y
se quedó viendo a través de la ventana de su recámara hacia el lago, que sólo había
vislumbrado como una sombra la noche anterior.
El lago era perfecto, liso como el cristal, salvo por la ocasional trucha que saltaba por
su desayuno, irradiando olas en miniatura en la superficie de color azul oscuro hasta
ser lentamente reabsorbidas por la inmensidad. Calculó que la otra orilla estaba a unos
ochocientos metros de distancia. El rocío lo animaba todo, lágrimas diamantinas de la
aurora que reflejaban el amor del sol.
Las tres canoas, posadas a intervalos en el muelle, parecían incitadoras, pero Mack
descartó la idea. Las canoas ya no eran juguetes. Guardaban muy malos recuerdos.
El muelle le recordó la noche anterior. ¿Realmente había estado con Aquel que hizo el
universo? Mack sacudió la cabeza, aturdido. ¿Qué pasaba ahí? ¿Quiénes eran ellos en
verdad, y qué querían de él? Fuera lo que fuese, estaba seguro de que no tenía por
qué dárselos.
El olor a huevos y tocino combinado con algo más se coló hasta su habitación, inte-
rrumpiendo sus pensamientos. Mack decidió que era hora de salir a reclamar su parte.
Mientras ingresaba a la principal área habitacional de la cabaña, oyó una conocida to-
nada de Bruce Cockburn salir de la cocina, y la aguda voz de una mujer negra cantar al
unísono, más o menos bien: "Oh, Amor, que alumbra al sol, manténme ardiendo". Papá
emergió con un plato en cada mano, repletos de crepas y papas fritas y verduras de
alguna clase. Llevaba puesto un vestido largo de aspecto africano, con todo y una vi-
brante banda multicolor en la cabeza. Lucía radiante, casi resplandeciente.
-¡Ya sabes -exclamó- cómo me gustan las canciones de este muchacho! Soy especial-
mente afecta a Bruce.