trara. Acurrucado como un bebé en lo profundo de la pesada colcha, Mack sólo había
logrado recorrer un par de versículos antes de que la Biblia escapara de algún modo de
sus manos, la luz se apagara de alguna manera, alguien lo besara en la mejilla y él fue-
ra gentilmente arrebatado del suelo en un sueño volador.
Quienes nunca han volado de esa manera podrían creer chiflados a quienes creen ha-
cerlo, pero en secreto es probable que les tengan un poco de envidia. Mack no había
volado en sueños desde hacía años, desde que la Gran Tristeza había descendido so-
bre él, pero esa vez voló alto en la noche estrellada, con un aire claro y frío, mas no
molesto. Se elevó sobre lagos y ríos, cruzando una costa oceánica y varias isletas bor-
deadas de coral.
Por extraño que parezca, Mack había aprendido en sus sueños a volar así; a elevarse
del suelo apoyado en nada: sin alas, sin avión de ningún tipo, sólo él mismo. Sus pri-
meros vuelos se limitaron usualmente a unos cuantos centímetros, debido sobre todo al
temor o, más exactamente, al espanto de caer. Prolongar sus vuelos a treinta o sesenta
centímetros, y finalmente más alto, aumentó su confianza, como lo hizo su descubri-
miento de que caerse no dolía en absoluto, pues era sólo un rebote en cámara lenta.
Con el tiempo aprendió a ascender hasta las nubes, cubrir enormes distancias y aterri-
zar suavemente.
Mientras se elevaba a voluntad sobre escarpadas montañas y playas blancas como el
cristal, deleitándose en la perdida maravilla de volar en sueños, algo lo prendió de súbi-
to del tobillo y lo arrancó del cielo. En cuestión de segundos fue arrastrado desde las
alturas y violentamente arrojado a un lodoso y agostado camino. El trueno estremeció
la tierra, y la lluvia lo caló al instante hasta los huesos. Y ahí estaba otra vez, el relám-
pago que iluminaba la cara de su hija mientras ella gritaba mudamente "¡Papi!" y echa-
ba a correr en la oscuridad, su vestido rojo apenas visible durante unos breves deste-
llos antes de desaparecer. El luchaba con todas sus fuerzas por liberarse del lodo y el
agua, sólo para ser aún más profundamente succionado por su garra. Justo cuando se
le jalaba abajo, despertó jadeando.
El corazón latiendo a toda prisa y su imaginación anclada en las imágenes de la pesa-
dilla, Mack tardó unos momentos en comprender que sólo había sido un sueño. Pero
aunque éste se desvaneció en su conciencia, las emociones no se retiraron. El sueño
había invocado a la Gran Tristeza; y antes de que él pudiera salir de la cama, batallaba
otra vez por abrirse camino en medio de la desesperanza que había devorado tantos
de sus días.
Miró con una mueca el cuarto, bajo el apagado gris de un amanecer que avanzaba por
entre las persianas. Ésa no era su recámara; nada parecía ni daba la sensación de ser
familiar. ¿Dónde estaba? "Piensa, Mack, ¡piensa!" Entonces recordó.
Aún estaba en la cabaña, con esos tres interesantes personajes, todos los cuales
creían ser Dios.