-Ya casi llegamos, hijo -aseguró, dándole a Mack la cantimplora.
-¿Ya? -inquirió Mack, mirando otra vez el solitario y desolado campo rocoso tendido an-
te ellos.
-¡Sí! -fue todo lo que dijo Papá, y Mack no supo si quería preguntar adonde exactamen-
te estaban por llegar.
Papá eligió una pequeña roca cerca del camino y, poniendo junto a ella su mochila y su
pala, se sentó. Parecía preocupado.
-Quiero enseñarte algo que va a ser muy doloroso para ti.
-Está bien.
El estómago empezó a revolvérsele a Mack mientras bajaba su zapapico y acomodaba
el regalo de Sarayu en su regazo y se
sentaba. Los aromas, acentuados por el sol de la mañana, llenaron de belleza sus sen-
tidos y le transmitieron cierta dosis de paz.
-¿Qué es?
-Para ayudarte a verlo, quiero quitar una cosa más que ensombrece tu corazón.
Mack supo de inmediato qué era y, desviando la mirada de Papá, empezó a perforar un
agujero con los ojos en el suelo entre sus pies.
Papá habló amable y tranquilizadoramente:
-Hijo, no se trata de avergonzarte. Yo no humillo, culpo ni condeno. Estas cosas no
producen una pizca de integridad ni rectitud, y por eso fueron clavadas con Jesús en la
cruz.
Aguardó, para permitir que este pensamiento penetrara y eliminara parte de la sensa-
ción de vergüenza de Mack antes de continuar:
-Hoy estamos en un sendero de sanación para cerrar esta parte de tu viaje, no sólo pa-
ra ti, sino para otros también. Hoy lanzaremos al lago una piedra enorme, y las ondas
resultantes llegarán a lugares que no esperarías. Ya sabes qué quiero, ¿verdad?
-Me temo que sí -masculló Mack, sintiendo avanzar sus emociones mientras se des-
bordaban desde un recinto cerrado en su corazón.
-Hijo, debes hablar de eso, decirlo.