LA CABAÑA La Cabana - W. Paul Young | Page 168

-¡Papá, perdóname! ¡Papá, te amo! La luz de sus palabras pareció expulsar la oscuridad de los colores de su padre, vol- viéndolos rojo sangre. Intercambiaron sollozadas palabras de confesión y perdón, mientras un amor más grande que el de los dos los curaba. Por fin podían estar juntos, un padre abrazando a su hijo como nunca lo había creído posible. Mack percibió entonces el crecer de una canción que los inundó a ambos al penetrar el lugar sagrado donde estaba con su padre. Con los brazos en torno a cada cual escucharon, incapaces de hablar entre sus lágrimas, una canción de reconciliación que iluminó el cielo nocturno. Una arqueada fuente de brillantes colores se origino entre los niños, especialmente entre quienes más habían sufrido, y se extendió después co- mo trasladada de uno a otro por el viento, hasta que el campo entero se llenó de canto y luz. Mack supo de alguna manera que ése no era momento para hablar, y que su momento con su padre pasaría pronto. Sintió que, por algún misterio, eso era suficiente para su papá tanto como para él. En cuanto a Mack, la nueva ligereza que sintió era eufórica. Tras besar a su padre en los labios, se volvió y se abrió camino de nuevo hasta la pe- queña colina donde Sarayu lo esperaba. Mientras pasaba por las filas de niños, sintió que sus manos y colores lo abrazaban rápidamente y se retiraban. Por alguna razón, él ya era conocido y amado ahí. Cuando llegó hasta Sarayu, ella también lo abrazó, y él sencillamente se lo permitió mientras seguía llorando. Cuando recuperó cierta coherencia, se volvió para mirar el prado, el lago y el cielo nocturno. Se hizo un silencio. La expectación era palpable. De pronto, a la derecha de ellos y de entre la oscuridad emergió Jesús, y el pandemónium estalló. Llevaba puesto un sencillo y brillante manto blanco, y en su cabeza una sobria corona de oro, pero era en todos los sentidos el Rey del universo. Recorrió el camino frente a él hasta el centro, el centro de toda la creación, el hombre que es Dios y el Dios que es hombre. Luz y color danzaban y tejían un tapiz de amor por él a su paso. Algunos exclamaban palabras de amor, mientras que otros simple- mente se erguían con las manos levantadas. Muchos de aquellos cuyos colores eran los más ricos y profundos estaban tendidos boca abajo. Todo lo que tenía aliento ento- naba una canción de interminable amor y gratitud. Esa noche el universo era lo que debía ser. Cuando Jesús llegó al centro, hizo una pausa para mirar a su alrededor. Su vista se de- tuvo en Mack, de pie en la pequeña colina en la orilla exterior, y oyó a Jesús murmurar en su oído: -Mack, soy especialmente afecto a ti.