-¡Papá, perdóname! ¡Papá, te amo!
La luz de sus palabras pareció expulsar la oscuridad de los colores de su padre, vol-
viéndolos rojo sangre. Intercambiaron sollozadas palabras de confesión y perdón,
mientras un amor más grande que el de los dos los curaba.
Por fin podían estar juntos, un padre abrazando a su hijo como nunca lo había creído
posible. Mack percibió entonces el crecer de una canción que los inundó a ambos al
penetrar el lugar sagrado donde estaba con su padre. Con los brazos en torno a cada
cual escucharon, incapaces de hablar entre sus lágrimas, una canción de reconciliación
que iluminó el cielo nocturno. Una arqueada fuente de brillantes colores se origino entre
los niños, especialmente entre quienes más habían sufrido, y se extendió después co-
mo trasladada de uno a otro por el viento, hasta que el campo entero se llenó de canto
y luz.
Mack supo de alguna manera que ése no era momento para hablar, y que su momento
con su padre pasaría pronto. Sintió que, por algún misterio, eso era suficiente para su
papá tanto como para él. En cuanto a Mack, la nueva ligereza que sintió era eufórica.
Tras besar a su padre en los labios, se volvió y se abrió camino de nuevo hasta la pe-
queña colina donde Sarayu lo esperaba. Mientras pasaba por las filas de niños, sintió
que sus manos y colores lo abrazaban rápidamente y se retiraban. Por alguna razón, él
ya era conocido y amado ahí.
Cuando llegó hasta Sarayu, ella también lo abrazó, y él sencillamente se lo permitió
mientras seguía llorando. Cuando recuperó cierta coherencia, se volvió para mirar el
prado, el lago y el cielo nocturno. Se hizo un silencio. La expectación era palpable. De
pronto, a la derecha de ellos y de entre la oscuridad emergió Jesús, y el pandemónium
estalló. Llevaba puesto un sencillo y brillante manto blanco, y en su cabeza una sobria
corona de oro, pero era en todos los sentidos el Rey del universo.
Recorrió el camino frente a él hasta el centro, el centro de toda la creación, el hombre
que es Dios y el Dios que es hombre. Luz y color danzaban y tejían un tapiz de amor
por él a su paso. Algunos exclamaban palabras de amor, mientras que otros simple-
mente se erguían con las manos levantadas. Muchos de aquellos cuyos colores eran
los más ricos y profundos estaban tendidos boca abajo. Todo lo que tenía aliento ento-
naba una canción de interminable amor y gratitud. Esa noche el universo era lo que
debía ser.
Cuando Jesús llegó al centro, hizo una pausa para mirar a su alrededor. Su vista se de-
tuvo en Mack, de pie en la pequeña colina en la orilla exterior, y oyó a Jesús murmurar
en su oído:
-Mack, soy especialmente afecto a ti.