El estruendo de la guerra despertó una noche a la núbil princesa, hecha ya de gracia y belleza, mixtecos y zapotecos disputan. Pueblos igualmente fuertes, sabios y poderosos.
Los guerreros zapotecos, traen un prisionero moribundo; la sangre baña su cabeza y una palidez mortal cubre su faz virilmente hermosa. Sus ropas y sus armas dicen que pertenece a elevada alcurnia. Está sin conocimiento, los guerreros lo dejan y retornan al tumulto de la lucha. Donají, compasiva, lava sus heridas y lo esconde al furor de sus enemigos. Juventudes brillantes, audaces, nobles vástagos en plena edad del mejor ensueño, sintieron que el amor había brotado entre ellos, uniéndolos para siempre. Cuando el príncipe Nucano, "Fuego Grande", que tal era el nombre del prisionero, se hubo restablecido, pidió a Donají que lo dejara partir. Los mixtecos contaban una vez más con el valiente y arrojado príncipe, que los guiaba en las victorias, gracias al amor de Donají.
La lucha se había entablado encarnizadamente. El valiente Cosijoeza había tenido que abandonar Zaachila, capital de su reino. Entabladas negociaciones de paz, los mixtecos las aceptaron pero, desconfiando del astuto rey zapoteco que había tenido
tantos ardides en la lucha, pidieron en prenda de paz a la dulce princesa Donají, que embellecía los días de su padre. Si por alguna circunstancia el rey zapoteco no respetaba los tratados, la princesa sería muerta por los guardianes mixtecos.
Corrían una y otra las noches de luna resplandecientes. Donají se sentía humillada de ser prenda de paz, cuando la palabra de su augusto padre bastaba por sí sola, como que era la palabra de un rey. Una noche en que había muerto la luna resplandeciente y los mixtecos dormían confiados, Donají, atenta a los rumores de la noche pensaba: "Oh, si yo pudiera"!. La ocasión se presentaba propicia, y con una de sus damas envió a su padre recado de que los mixtecos dormían en la placidez de sus dominios de Monte Albán.
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