suficiente para mantenerse en pie y bailando toda la noche si es preciso, y
no se cansaría para nada, contrario a la mujer que hace las funciones de su
pareja de baile, misma a quien, apenas moviéndose, le es muy difícil
seguirle el paso y con el rictus en el rostro parece suplicar por un momento
de descanso que al instante le niega su compañero y siguen bailando; para
suerte de la mujer, la canción siguiente es un danzón lento a 4/4 , uno de
esos que acercan más los cuerpos de los bailarines y, por un momento, se
quedan sólo ellos dos en la pista acompañados por ese único haz luminoso
imaginario posado justo encima de sus cabezas; las otras parejas, después
de un agitado mambo van a descansar—los que no se retiran de una vez—,
otros que estaban en descanso se reintegran y la pista se vuelve a poblar, así
como el círculo de espectadores que se destruye y se construye de manera
incesante.
Cada buen baile cuenta una historia.
Y uno puede alejarse de la pista teniendo la certeza de que el baile
continuará, de que esos seres bailarán siempre y cuando sus huesos se los
permitan; uno puede retirarse y dejar que esa canción lenta que permanece
extendiéndose sobre esa pista inmutable lo acompañe todavía por una
porción de su trayecto y, mientras sus pies lo llevan a su destino —
cualquiera que este sea—, la música se vaya desvaneciendo hasta que sólo
quede en el recuerdo. Sí, uno puede optar por irse en este momento cuando
el baile aún no ha concluido y dejar que esos ancianos permanezcan fijos en
la memoria, aunque siempre bailando. Quizá mañana uno pasará junto a
ellos y no los reconocerá como aquellos “danzarines” transfigurados en
constante movimiento, pues ahora irán caminando al lado de su pareja con
la marcha apoyada en un bastón, pero ¡qué le importa la condenación eterna
al olvido a quien halló en un segundo lo infinito del goce!