guarde mayor homogeneidad, el efecto estético que produce es más
sobresaliente, por otro lado la pista de los ancianos es un microcosmos— y
también qué diversa es la música proyectada desde esas bocinas con
sentencia de una muerte próxima, pues no se trata de un único y exclusivo
estilo musical, más bien de varios y cuyo origen ni siquiera es mexicano,
sino caribeño y sudamerican o, y que, a pesar de todo, mejor refleja ese
México popular a mediados del siglo pasado que bien supo apropiarse de
dichos ritmos y asimilarlos a su propia cultura.
Simpático es observar que los adultos mayores —casi todos— se han
despojado de sus pesares y sus achaques derivados de la edad, que se
entregan al placer histriónico del baile, aun en aquellos que requieren de
mucho y espasmódico movimiento, de un constante sacudir los huesos y
articulaciones “para que no se oxiden”. Quizá alguno o algunos de ellos
haya sido un bailarín infantil en su momento, al menos hoy son jóvenes en
esencia.
Ese grupo de mirones que circunda a los bailarines viene a confirmarnos
que el mundo entero se encuentra en un perpetuo baile sutil, y el suyo —el
del círculo de espectadores— es de formación y destrucción: gente que sólo
va de paso y se detiene un momento por curiosidad —después de todo es
viernes y deben reintegrarse a su propia vida en el naciente fin de semana—
, gente que ya llevaba tiempo observando y debe partir, así como gente que
recién va llegando o los escasos individuos que permanecen fieles hasta la
conclusión del acto.
Algunas parejas dan unos cuantos pasos, alejándose para descansar un
momento entre canción y canción, o bien para anunciar que ya han
cumplido con su estadía sobre la pista y ahora deben retirarse, dejando tras
de sí a los bailarines más obstinados, entre los que siempre está ese hombre
de los lustrosos zapatos negros para bailar, ese señor que tiene la energía