(Continuación de “Dancefloor)
[...] Esa es la condena a la que han de enfrentarse todas las otras danzas
regionales que no sean tapatías: ser siempre relegadas a la categoría de
danzas secundarias o de arte menor. Como si una simpática “danza de los
viejitos” exigiera menos que las otras, para muestra de su complejidad
basta con ver el esfuerzo contrarreloj de los pequeñuelos en una pieza que
conlleva el manejo de un bastón, malabares con un sombrero, imitar la
curvatura en la espalda que provoca la senectud, establecer un ritmo
común que guíe los pasos de la comitiva y terminar en el mismo momento
en el que la música concluye, ni un segundo antes ni uno después, todo
mientras se dosifica el escaso aire que alcanza a filtrarse a través de los
orificios en la máscara de cartón. Las danzas donde participan los niños
más pequeños son otro asunto, es predecible que en cualquier instante
perderán la coreografía y las horas de ensayo irán directo a la basura: en
un momento dado, los niños más pequeños ya no bailan, sólo caminan
alrededor de la pista como en una pasarela.
“Sí mi amor, usted sigue siendo la reina del baile”, dirá más de alguna
madre benevolente a su hija una vez que el bailoteo haya finalizado y la
pequeña pregunte sobre su desempeño en el espectáculo. La niña no
reparará en que casi todas las otras madres le dicen algo similar a sus
hijas y es una paradoja que existan múltiples “reinas del baile”.
Poca similitud y tanta diferencia entre los bailes tradicionales de los niños y
el bailar por el simple hecho de bailar en los adultos mayores que sólo
buscan el placer momentáneo, que no precisan de etiquetas para dominar la
pista, porque ellos lo demuestran. Y en esta misma pista qué tan diferentes
son cada rostro, cada movimiento de piernas complementado por los
brazos, cada desplazamiento, cada giro, cada cosa que acontece ahí, qué
diversidad de coreografías para la misma canción —si las danzas infantiles
tienen el común denominador de la uniformidad y, conforme una pieza