concurridas. La memoria colectiva va trasladándose a esos días de
exhibiciones con fachada inocente tras la que se ocultan las frustraciones de
los padres, el descontento de muchos muy jóvenes bailarines que
“preferirían estar haciendo cualquier otra cosa” en vez de bailar eso que les
fue impuesto y, a su vez —por qué no— los niños que disfrutan
moviéndose en público, aunque no lo hagan muy bien.
Esos nervios, la sensación de angustia que va recorriendo el cuerpo y ese
pensar que algo saldrá mal desde el momento en que los pequeños, cuando
son conscientes de la realidad exterior, se atavían para la ocasión con sus
vestidos y trajes multicolores, metamorfoseándose en pequeños actores,
“artistas escénicos” en miniatura que deben salir al escenario para
cumplir con las exigencias del público —conformado en su mayoría por
familiares— al que se deben. No obstante y a fin de cuentas, siguen siendo
esos niños que tras bambalinas espontáneas de escenarios locales, les
piden a sus pequeños pies que esta vez no les fallen, para que todos puedan
ver el fruto de tantas horas bajo la batuta de un exigente maestro —un
maestro que, dicho sea de paso, presumiblemente desplegará sus
habilidades sobre la pista en alguno de los múltiples números que ha
preparado: “Pero señor, nadie le pidió que hiciera eso. Estas personas
sólo quieren ver a sus niñitos, sólo por eso vinieron. Ya sabemos que usted
baila muy bien, por algo es el maestro, en serio no hay necesidad de
hacerlo”, pensaría más de alguno, ante lo cual la respuesta del maestro en
turno es evidente: “Con todo respeto, damas y caballeros, esto se trata de
MÍ”.
Dejen pues a los niñas y niños —mucho mayor es el número de niñas en los
grupos de danza folclórica, y de danza infantil en general, a grado tal que
incluso algunas niñas ocupan roles masculinos en el programa— salir a
ese “bello escenario” que con tantas creces y tras demasiada gestión al