minutos de su tiempo, cosa demasiado valiosa para un humano en nuestros
tiempos; la realidad es que muchos no tienen nada mejor qué hacer.
Como si hubieran estado esperando este evento con suma anticipación,
algunas parejas se han vestido hoy con ropas elegantes —en contraste a las
indumentarias cotidianas de otros cuantos—, destacando entre todas las
prendas el par de lustrosos zapatos negros para bailar portados por un
hombre que sabe muy bien hacerlos notar con sus ostentosos dance moves,
a tal grado que uno se da a la idea de que, a lo largo de su vida, este hombre
ha ido desarrollando una relación simbiótica con sus propios zapatos de
baile, mismos que muy seguro ha comprado para exponerlos en este tipo de
eventos y también es muy probable que sea más de un par los zapatos que
integren su colección. A primera vista puede apreciarse que no se desarrolla
una coreografía uniforme, se les da libertad entera a las parejas numeradas
de bailarines para que guíen sus movimientos conforme la música se los
dicte, para que sientan la esencia melódica en sus cuerpos y se olviden tan
sólo un momento de dónde están. En los ojos de los bailarines, conforme
van avanzando los acordes musicales, también los límites de la realidad van
desdibujándose y ellos ya se visualizan en medio de un majestuoso
escenario iluminado por unos cuantos haces luminosos que van a posarse
sobre la cabeza de cada bailarín. Así pues, para cada pareja hay un universo
diferente girando alrededor de ellos; el sonido atronador de las bocinas que
parecieran estar a punto de quebrarse con cada nota de las frecuencias
graves en las piezas musicales, para esos “oídos bailarines” es todo
armonía.
A propósito del baile y la pista, de la calle y los mirones, alguien en medio
del público bien podrá recordar esas otras manifestaciones dancísticas que
en ocasiones también son llevadas a la calle: las presentaciones infantiles
de baile, en especial las de danza folclórica que se cuentan entre las más