—Te voy a contar una historia en una voz muy alta para que todos escuchen y
conozcan cada aspecto de mi vida, porque nadie me lo pidió.
—Yo te escucharé o fingiré hacerlo.
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He vis-to grupos de niños, per-so-nitas con menos de di-ez años de-edad, ju-gan-
do en medio de la calle, entre rui-dos de co-ches y bu-llicio cotidiano, los he oído proferir
las más vulgares y soeces expresiones, equiparables a stoners callejeros-va-ga-bu-n-do-s;
tam-bién en-con-tré, con el o-í-do, pasado y presente, local y extranjero conviviendo en
los puestos de comida ti-pi-ca.
He-es-cu-cha-do sonatas en la cocina,
de voces femeninas acompañadas por sartenes
en lugar de pianos, de violines;
he oído a pésimas voces cantar rancheras,
pero siempre con el corazón,
siempre sonriendo al lado de
sus amigos que parecen de toda la vida;
en el autobús
muchas veces no escucho al que intenta,
con una guitarra rota y desafinada,
ganarse la vida.
Túes-cu-chas la marca del lugar de origen
en el a-c É n-to,
acaso como vergonzoso
o como motivo de orgullo,
yo escucho el juego musical,
la permanencia de la lengua madre
al adoptar una nueva,
la permanencia de la cultura en forma de sonido:
las cajas de ruido que se conectan con el tiempo
a través de las cámaras de eco.