La película nos habla de la típica familia norteña que es millonaria a
expensas de un negocio que poco tiene de limpio, de esta familia sale el
tímido Brayan Rodríguez (porque pues “Brayan” ya no sería estereotipo y
pues ¿¡CÓMO?!) y también de la vida capitalina de una “niña de papi”, tímida
y temerosa, pero salida de familia bien, Claudia Aguilar. Como siempre,
tratando de notar la crisis millenial, por una parte tenemos que el Brayan ve
atados sus sueños por tener que seguir tradiciones y sobre todo negocios
familiares, mientras que Claudia sigue en ese camino de encontrarse a sí
misma, de saber qué quiere para su vida, etcétera; el encuentro de estos dos se
da después de que Brayan y familiares tengan que ir a establecer negocio y
ganar terreno en la capital, donde la soñadora perdida, agente de ventas de la
inmobiliaria de papi, les renta vivienda y otros locales para sus “negocios”.
Aunque eso de los negocios familiares de los Rodríguez fue un buen toque y
giro inesperado, no se salió de lo predecible a pesar de que en el recorrido de
la película no dio más que la misma imagen que de nuevo, se le puso como
sello de vaca a la gente del norte, la ranchera, la mal hablada, la de charreadas,
carne asada, acento marcado y ‘pos que no dejan nada ni nadien les diga que
no ¿‘eda? Así como la misma imagen que esperas de chica adinerada
capitalina, con departamento en la Condesa en colores pastel, vestimenta de
diseñador y claro un squad consistente de por lo menos un amigo “gay” y una
amiga “loca y atrevida”, de esos que toman vino tinto en cualquier crisis y se
tutean con los cadeneros de los lugares más chic de la ciudad. Entre los
protagonistas se desenvuelve un chusco romance trastornado por las mismas
historias de ambas partes, las familias, los amigos, las inseguridades propias y,
de nuevo, los clichés ¿Hay algo más allá que ver a Joaquín Cosío actuando
como el malote que está a dos de ser el Marlon Brando región 8 de México?
¿Acaso es ver a la gente del norte como los fans aguerridos de Valentín