Ella, con los pasos tambaleantes por la caja blanca de tamañoo anormal que
carga en los brazos, entra en el salón como una marcha dirigida por los
estudiantes. Su espíritu siempre inquieto le impide mantenerse estática, como
una formal roca más, en el asiento que ha elegido con anticipación. Aguarda,
iintenta ser paciente y lo expresa con esa felicidad que no desaparece, con esos
comentarios que ella considera inoportunos, pero que siempre han de aportarle
algo nuevo a sus escuchas. Esta vez habla entre risas sobre dulces y el pasado.
“Se requieren por lo menos cuatro personas para llevar a cabo la técnica, pero
inviten a cinco por si alguno les falla, porque nunca falta”, fueron las
instrucciones que escucharon los alumnos de parte de su profesora y ahora
piensan que cuánta verdad en esas palabras, aunque hubiera sido mejor que les
recomendara invitar a diez, a veinte, a todos con los que se toparan para que el
mínimo de personas requeridas se cubriera, para ver a quien le “atinaban”. Por
su parte, y como dos personas no son suficientes, los organizadores del
conversatorio buscan alumnos, hasta por debajo de las piedras, que estén
dispuestos a colaborar de imprevisto a la sesión con respecto al tema
identitario en el mexicano; por fortuna han encontrado a un par de alumnos
accesibles en el patio de la escuela y podría decirse que la presencia de cuatro
seres pensantes es la señal que necesitaban para comenzar.
Todos parecen ansiosos, el espacio reducido los acerca aún más, las sillas
amontonadas en las mesas del centro ocupan sitios predilectos como si fueran
un público invisible. Sólo se ocupan nueve lugares, contando a los
organizadores. La silueta de ella con caja incluida, se transmite por sobre los
objetos en la mesa y en el aula, sus movimientos tan naturales entre mano y
boca actúan sobre una paleta de cajeta, casi por terminar. Sus ojos, en cambio,
parecen encontrar la esencia de las cosas cada vez que las descubren. Las