Ensayé poner la foto rescatada en la esquina inferior derecha de
yisus, sostenida por el marco. Daba la impresión de que era
mamá, o hasta yo misma, la que se había muerto, así que tuve
que sacarla inmediatamente.
En uno de mis descansos salí al pasillo y encontré a mis tíos y
mi primo. Hacía frío ahí, lejos del resto de la gente. Mi primo se
quejaba de que las técnicas que aprendía en clase no las podía
aplicar en nada. Le pregunté si no le servían para trabajar con
sus alumnos y me contestó que ni ahí, que esos gurises eran
diferentes. La tía le pidió que bajara la voz y él salió a fumar.
Ella me abrazó, y pensé que era un buen momento, una buena
persona, para confesar lo que me quedaba en el tintero.
“¿Cómo no te acordás de la cara de tu hermano? No eras tan
chica cuando se fue.” Y no, no me acuerdo. “¿Cómo decirte,
sobri? Era igual a vos, pero varón. Igual a vos, con el pelo más
largo”. Le dije que esa idea no me reconfortaba mucho.
“Mirá, sobri”, intervino mi tío, sin que nadie le diera vela en ese
entierro “hay un camino que es de dios, y otros que no. Si tu
hermano hubiera seguido el camino de dios, capaz que te
acordarías de él. Dejalo así”.
Esa noche dormí en la cama grande con mamá. Llevaba varias
semanas sin pelarse y, con nuestras frentes pegadas, pude
jugar a alternar el foco de mi vista entre los pelitos pinchudos de
más allá y más acá de su cabeza. Dormimos con la luz del
comedor encendida.
No les guardé rencor a esos tipos que, en la otra punta del
mundo, habían velado de cuerpo presente a la persona más
cool de este planeta. En cambio, sentí envidia de él, de mi
hermano, de venir a morirse tan lejos de donde había nacido,
rodeado de sus compañeros de credo, borrachos y felices, de
sus tres esposas, oscuras y rellenitas, y de un montón de niños
que se quedaban con su nombre impronunciable.
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