sería capaz de matar la remota imagen que tengo de él en mi
cabeza. No quiero que un día, por simple costumbre, yo vaya a
preguntarle a mi mamá si recibió carta de mi hermano, que
ahora está muerto, y la haga ponerse a llorar otra vez.
Pensé en guardar un pedacito de papel en mi billetera que dijera
“tu hermano está muerto” para leerlo dos por tres y acordarme.
Pero a veces dejo papelitos en mis bolsillos y mi mamá revisa
los bolsillos de la ropa antes de ponerla a remojar. Imagino que,
si lo encontrara, sería peor el remedio que la enfermedad.
“¿Vamos a hacer un velorio?”, pregunté al bajar mi taza vacía.
Eso encendió un murmullo de polémica entre la familia
extendida, que empezaba a merodear la casa. Mi abuelo, que
supo manejar las escuetas finanzas de cinco generaciones a la
vez, dictaminó que sería una locura mandar a traer el cuerpo
desde tan lejos. “Los aviones siempre se retrasan, ¿no es
verdad? No podemos gastar una fortuna para que llegue dentro
de tres días, medio descompuesto, y terminar a cajón cerrado
igual”.
“¡Qué atraso!” dijo mi abuela. “Tendría que haber una manera.”
Y me imaginé a mi hermano en un contenedor industrial
refrigerado, rodeado de yogurcitos, y salmones, y otras carnes
de animales exóticos colgadas en sus ganchos. No me cayó en
gracia la idea porque sé que a mi hermano no le gustan los
yogures, ni los espacios cerrados, ni la industria.
“¿Por qué no pedimos que lo cremen allá, y que nos manden las
cenizas en un tupper?” sugerí. De esa manera, pensé, hasta
podríamos repartirlo. Pero el abuelo decía que en esos países
no hay crematorios, ni embajadas, y que en todo caso no serían
muy confiables. “Al no estar uno ahí para supervisar, corremos
el riesgo de que nos manden cualquier cosa. No estoy yo como
para andar velando nietos de otros”.
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