Me había despertado el llanto de mamá. Siguió
llorando a gritos por un par de horas. Al principio
me senté junto a ella, pero después encontré
que sería más útil hacernos algo de comer. Para
cuando terminé de disponer el desayuno,
caliente y proteico, sobre la mesa ella ya estaba
en silencio, acurrucada sobre mi hermano chico,
agitándose solo en los espasmos de respirar.
Papá, parecía, estaba triste solo por mamá. La
noticia lo había llenado de una energía
desordenada, y se puso a arreglar la estantería
rota del entrepiso, entre otras tareas que
requerían algo de fuerza. “Lo que no hacemos
hoy, no lo hacemos más”, decía, y rescataba el
martillo del fondo del baúl. “Lo que no hacemos
hoy, no lo hacemos más”, repetía, y subía la
escalerita de mano.
A mí lo que me preocupaba era mi incapacidad
para interiorizar este cambio. Para decir la
verdad yo no pienso mucho en mi hermano. Y,
cuando lo hago, no pienso en él como un ser
vivo, humano y mutable. Por eso no sabía si
s
éramo
cinco
El día que me enteré de que mi hermano mayor
había muerto yo estaba en la casa de mis
padres. Me quedé un rato viendo el techo,
pensando qué hubiera hecho yo si la noticia me
encontraba en Oslo, Cusco o Arachania. ¿Me
hubiera comprado un pasaje para volver a casa
lo más rápido posible y encontrar a todos ya
secándose las lágrimas? Quizás directamente
no me hubiera enterado, porque ellos serían
capaces de omitir cualquier dato para darme la
sorpresa en navidad.