golpe, como quien vomita, parió 3536 huevos. Se alivió
bastante, aunque sabía que le quedaban otros tantos en su
interior. Al rato, con esfuerzo, puso otros 400, pero se retiró
exhausta. Las otras moscas, volvieron a alimentarse. Los
blancos huevitos cayeron casi todos fuera del tacho: así de
precaria fue la cosa. Artura hizo un nuevo intento pero no pudo.
Algo la desgarraba.
De pronto la puerta se abrió. La vieja, con cara de sueño,
parecía un fantasma; y más aún cuando soltó uno de sus
conocidos grititos, al ver el panorama. Buscó en la casa, pero
como bien sabía, no había insecticida. Hurgó en los cajones, y
encontró un espiral. Eso no le haría nada a una horda de
moscas hambrientas, pero acaso sí a la pobre Artura, que no
podía moverse.
La vieja maldita prendió el veneno, con un encendedor, y lo
colocó junto al tacho. El resultado no fue muy bueno: las moscas
huyeron, pero de regreso a casa. Mientras la vieja maldecía, a
Artura la fue penetrando el humo tóxico. Se fue adormeciendo
con los ruidos de fondo, de la tos de la vieja, o del repasador
agitándose para todos lados.
Sería ya mediodía, cuando Artura se pudo incorporar, y poner
otros 1600 huevos, pero ya no pudo más. Fue a posarse en
unas plantas. El último ruido que oyó antes de fallecer, fue el de
la vieja, que al parecer, cayó tumbada de costado, en algún
lugar de su habitación.
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