que se tranquilizara, pero no había caso.
La vieja abrió el horno para vigilar los bifes, y Nuria no pudo
evitar revolotear a escasos centímetros. Era la fuente del aroma
más delicioso que había olido. Ya no estaba el tío Íbero para
aconsejar prudencia, y ahora que lo recordaba, él no había
tenido mucha, a la hora de su deceso.
Era carne. Un cacho cuadrado e inmenso. Una isla jugosa de
alimento de primera. Pero no se daba cuenta que estaba
volviendo a cruzar la línea. Ni Ronald se animaba a acercarse a
más de tres metros. Artura, desde la pared de siempre, tuvo una
puntada, como augurio de lo que temía que sucedería de un
momento a otro. Chilló entre dolorida y asustada, pero no pudo
moverse del lugar. La vieja volvió a revisar el almuerzo, abrió la
cocina, Nuria se lanzó con su histórica actitud temeraria, y la
vieja la encerró en el horno. No hubo mucho para hacer esta
vez. A la vieja se le quemó un poquito la entraña.
DÍA 14:
Artura entró en un estado de trance, que si se quiere, le fue
provechoso. Al llegar la mañana, tenía una calma indiferente.
Casi tan indiferente como el día de la matanza, cuando perdió a
su madre y a otros tantos. Ni hambre tenía ya. Se quedó en la
pared de siempre, y ya no se movió. Los huevos estaban casi
prontos; lo sentía. Sucedería de un momento a otro. Sabía
perfectamente que el tacho de afuera estaba rebosante. La vieja
se había dejado estar, otra vez. Allí los pondría. Había un solo
problema: Ronald. Desde la partida de Nuria, ya no tenía nadie
que la cuidara con recelo. Cada hora que pasaba, él se le
acercaba con arrogancia, más y más cerca. ¿Qué pretendía?
¡Molestar, como siempre! Estaba tan infumable, que ya ni los
muchachones lo aguantaban por momentos.
En tanto, la vieja, acostada aún, tosió un par de veces. Ronald
iba y venía. Sobre el mantel de la mesa del comedor, aún
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