estaba renovado. Íbero se enteró de lo de su sobrina, y
comenzó a zumbar a la vieja como loco, sin cesar. La vieja
maldijo un par de veces, pero apenas dio unos manotazos. Íbero
insistió, ahora con la ayuda de Artura; y la vieja al fin soltó la
aguja, y se paró.
Las moscas no tenían un plan (¡¿cómo diablos decirle a la
señora que Nuria había quedado en la heladera?!); pero era lo
único que les salía hacer. Pero afortunadamente resultó. La vieja
fue a la cocina a buscar el repasador. Íbero y Artura se pusieron
fuera de su alcance. La vieja no tardó en desistir; pero ya que
estaba parada, decidió comer algún bocadito de la heladera. No
bien abrió la puerta de la misma, Nuria salió disparada, y su
hermana y su tío largaron un suspiro de alivio. El agua ya
hervía, y la vieja aprovechó para poner los espárragos.
Artura regañó largo rato a una Nuria aterida, que no paraba de
temblar. Tío Íbero, como de costumbre, actuó de mediador.
DÍA 11:
La vieja volvió a salir, esta vez a la panadería. A tiempo, para la
hora del té, y de una de sus novelas favoritas, llegó con un
apetitoso budín. Artura pensó que si cada tribulación de la vieja,
iba a desencadenar en una generosidad en sus compras, eran
más que bienvenidos todos sus lloros. Pero la señora estaba
esplendida. Era una tardecita hermosa. Desde el ventanal del
living se veía un cielo celeste. Sirvió la merienda en la mesita, y
con cuidado trajo la tetera. Todas las moscas presentes miraron
el budín con ojos codiciosos. El atlético Ronald, apostó que
robaría una buena miga de aquello. Y mientras la vieja se
hundía en su sillón, voló a más no poder, y se llevó el botín. Ni
se dio cuenta la mujer.
Nuria, aunque seguía achuchada, daba señales de querer volver
a las andadas, pero se amilanaba de inmediato, ante la severa
mirada de advertencia de su hermana. Tío Íbero, que había
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