A las diez, Artura se extrañó por un griterío, que se daba en el
patio, y notó que decenas de moscas ingresaron por las rendijas
del extractor, a la cocina. Es que había aparecido una rata –para
ellos inmensa que también pretendía disponer de la bolsa de
basura, y ni Ronald pudo evitar rajar como un niñito asustado.
Tío Íbero procuró que todos estuvieran calmos, para pasar una
noche sin peligros. Él, como todos, sabía que no había ni una
gota de insecticida en la casa, pero por otro lado, vio morir a
decenas de hermanos, a golpe de repasador.
Pero la vieja no se enteró de nada. Cada tanto se paseaba por
la sala, siempre tomando café, pero ni una vez entró en la
cocina. De hecho no cenó.
Artura y Nuria, se posaron en la pared de siempre, cuando la
vieja apagó todo, y la casa quedó en completa oscuridad.
Tanto sus compañeras como los mosquitos, se pusieron en
campaña, estos últimos encarando hacia el cuarto de la doña,
en busca de un poco de su sangre.
En la pileta de la cocina, a veces había restos de alimentos
mojados. Nuria se dio una vuelta por allí y trajo un trocito de
zanahoria, que Artura rechazó.
La vieja no dormía. Se oían ruidos en la cama: se estaría dando
vueltas para uno y otro lado. Tal vez era la presencia de los
mosquitos.
De repente se sintió un quejido. Las chicas no entendieron bien
el ruido. El quejido se repitió. Venía del cuarto. Se fue repitiendo
más seguido y más fuerte. Nuria y Artura se miraron, y volaron
en la oscuridad, hasta posarse en el marco de la puerta de la
habitación.
La vieja lloraba. Lloraba amargamente. Oyeron zumbar a unos
mosquitos, molestos, a su lado. La vieja ahogaba un quejido, y
luego retomaba el llanto.
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