escuetísimo. A veces Artura se contagiaba de la desfachatez de
Nuria, y revoloteaba el plato, cuando la vieja no miraba, porque
quizás era la única chance de ingerir alimento, al menos en esas
horas del día. A la tarde, como ya dije, té. Lo tomaba con los
pies con pantuflas, apoyados con las piernas cruzadas, en la
mesita del living, mirando aburridas e interminables películas del
lejano oeste. A esa hora la mayoría estaba afuera, pues la vieja
decidió no dejar más el tacho de basura en la cocina; lo dejaba
en el patio, y el escaso alimento que se iba acumulando en la
bolsa negra, era saqueado sin tardanza.
La vieja tenía un frasco de galletitas dulces, en uno de los
armarios más altos del placard de los alimentos. Eso era una
precaución certera para un niño, no para Artura y compañía,
pero dicho frasco siempre estaba bien cerrado; era
impenetrable. Nuria, cada media hora amenazaba con
aprovechar que la vieja lo abriera, y meterse, así luego se
quedara encerrada para siempre. Tío Íbero, con semblante de
experimentado, le hacía olvidarse de esas ideas; que él también
las había tenido algún tiempo atrás, pero ya había sabido
borrárselas de la cabeza.
La noche llegaba, y la cena también era pobre. La vieja no era
vegetariana, pero hacía meritos. Nunca nuestras moscas (ni
siquiera tío Íbero) vieron chillar en aceite hirviendo, a un cacho
de carne. Zapallitos, berenjenas, pepinos; todo liviano y sano.
Los tomates equivalían a un manjar. A Nuria le fascinaban. Esa
noche la vieja comió algunas rodajas, acompañando el suflé.
Con destreza, Nuria robó una pizca de pulpa, y voló a
compartirla con su hermana. Artura comió de mala gana,
aunque no pudo negar que estaba deliciosa.
DÍA 6:
Ronald era infumable. Artura lo odiaba. En cambio, los
muchachones lo admiraban. Todo el tiempo hacía alarde de su
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