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BENJAMIN GRAHAM 1894- 1976

Hace varios años Ben Graham, que en aquella época tenía casi 80 años de edad, manifestó a un amigo la idea de que esperaba hacer todos los días « algo alocado, algo creativo y algo generoso ».
La inclusión de ese primer objetivo caprichoso reflejaba su gran habilidad para expresar las ideas de una manera en la que no tienen cabida la exageración, el afán de dar lecciones o el engreimiento. Aunque sus ideas tenían un gran potencial, su forma de expresarlas era indefectiblemente amable.
A los lectores de esta revista no les hace falta que me explaye sobre los logros que obtuvo desde el punto de vista de la creatividad. Es muy frecuente que el fundador de una disciplina vea eclipsado su trabajo por el de sus sucesores en un plazo relativamente breve. Sin embargo, cuarenta años después de la publicación del libro que aportó estructura y razonamiento lógico a una actividad desordenada y confusa, resulta difícil destacar posibles candidatos incluso para el puesto de segundo clasificado en el terreno del análisis de valores. En un terreno en el que buena parte de las teorías parecen insensateces pocas semanas o meses después de su publicación, los principios de Ben han conservado su firmeza y sensatez, y su valor frecuentemente ha aumentado y se ha podido comprender mejor tras las tormentas financieras que han echado por tierra otras estructuras intelectuales más endebles. Su consejo de sensatez aportó incesantes recompensas a los seguidores, incluso a aquellos que contaban con capacidades naturales inferiores a las de los profesionales mejor dotados que fracasaron al seguir a quienes abogaban por la brillantez o la moda.
Un aspecto muy destacable del dominio ejercido por Ben en su terreno profesional de que consiguió ejercer dicho dominio sin por ello tener que reducir su campo de actividad intelectual, ni concentrar todo su esfuerzo en un único objetivo. Al contrario, su dominio fue más bien un producto secundario de un intelecto cuya amplitud prácticamente escapaba a cualquier intento de definición. Indiscutiblemente, nunca he conocido ninguna persona que tuviese una mente de semejante calibre. Memoria prácticamente absoluta, fascinación incesante por el nuevo conocimiento y una asombrosa capacidad para reformular ese nuevo conocimiento de una manera que permitiese aplicarlo a problemas aparentemente inconexos; esos son los rasgos que hacían que entrar en contacto con su pensamiento, en cualquier terreno, fuese una delicia.
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