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Intervenciones en teoría cultural
donde lo que importa es determinar y definir esa inmaterialidad
característica de lo humano, lo hace desde una mayor atención
hacia lo físico. Lo que comparten los enunciados raciales con
claridad desde el XIX, es esa nueva dimensión y valoración de la
constitución física, desde su apariencia externa, como marcador,
o su composición interna como vehículo y determinante en la
constitución social-moral.
Un tercer elemento aún más significativo aquí es lo que,
parafraseando a Wade (1997b: 13), podemos llamar ‘la
biologización de las diferencias naturales’. El concepto de raza se
hace común en la explicación de las diferencias y la constitución
humana en tanto lo físico material ―externo e interno― son
aprehendidos en términos biológicos (Stoler 1995, Wade 1997a).
Con ello nos referimos en un sentido más amplio a la emergencia
de una serie de saberes y discursos, que desde la historia natural
de la segunda mitad del siglo XVIII intentan comprender por
medio de leyes y operaciones científicas específicas el mundo
natural. Leyes que, aunque pueden concebir la existencia de Dios
como rector del mundo, se constituyen como un conocimiento
secular, cada vez más “otro” del religioso.
Una transformación que Foucault ([1976] 2000) identificaría
claramente en su “genealogía del racismo” y de la biopolítica,
y que implica ver al mundo natural como una entidad que puede
ser conocida, limitada, segmentada e intervenida en sus diferentes
manifestaciones por la ciencia y la técnica. Esta biologización
interviene con fuerza en un marcador de diferencias recurrente antes
y en otros contextos distintos de la racialización de la vida social: la
apariencia corporal externa ―o más bien lo que desde dicha serie de
conceptualizaciones concebimos de esta manera: como exterioridad
y apariencia―. Las facciones, el color de la piel, la talla, la forma
del pelo, por ejemplo, no sólo empiezan a ser biologizadas, sino
que por esta vía se hacen marcadores más potentes y con mayor