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Intervenciones en teoría cultural
clasificaban de acuerdo con su religión. Sin embargo,
el principio de base era racial. ‘La pureza de sangre’
que sirvió para establecer la dimensión y los límites
entre moros y judíos era religiosa, pero en realidad
se basaba en una ‘evidencia’ biológica. En el siglo
XIX, cuando la ciencia reemplazó a la religión, la
clasificación racial pasó del paradigma de la ‘mezcla de
sangre’ al del ‘color de la piel’. A pesar de las distintas
configuraciones, el paradigma esencial del mundo
moderno/colonial para la clasificación epistemológica
de las gentes, estaba basado en distinciones raciales,
ya que fuera piel o sangre, los rasgos discriminadores
eran siempre físicos (Mignolo 2001: 170).
Sin duda la expansión colonial europea ha estado ligada a la
distinción y jerarquización de lugares y gentes, como componentes
de las tecnologías de dominación y de legitimación de exclusiones
y de explotación del trabajo y de los territorios. Algunas de estas
distinciones y jerarquizaciones han sido racializadas, pero ¿siempre
lo han sido y lo son? En otras palabras, la ¿única modalidad de
diferenciación y jerarquización asociada al colonialismo es la
racialización? Para los autores arriba mencionados la respuesta
es simple y directa: no cabe la menor duda. Sin embargo, si se
examinan en detalle los fundamentos de sus argumentos o se
contrastan fuentes antiguas o recientes es posible argumentar que
no siempre nos encontramos con racialización, incluso cuando
están en juego aspectos que tendemos a pensar como tales, como
el color de la piel y palabras como negro o blanco.
Para ser más precisos, nuestro planteamiento es que la