El día en que llegué por primera vez al edificio del IEDA eran las cinco y media de una tarde de domingo de primeros de septiembre. Hacía calor, todo estaba cerrado en los alrededores, y recordé que un mes y medio antes había estado a punto de no asistir a la entrevista que formaba parte del proceso de selección para ingresar en el Instituto -¡a mis cincuenta y cuatro años pasando otro examen! Acabé realizándola y aquí estaba explorando las opciones para desplazarme a mi nuevo lugar de trabajo en el que, por cierto, no conocía a nadie.
Me decidí por el metro y así, cada mañana, de lunes a viernes, combino algo más de dos kilómetros y medio de paseo a pie con un trayecto de once o doce minutos en transporte público. El regreso lo hago del mismo modo. En estos desplazamientos cotidianos se mezclan las rutinas con algún que otro hecho inesperado. Veréis, por sorprendente que parezca, atravieso cuatro municipios: Sevilla, San Juan de Aznalfarache, Tomares y Camas.Paso, dos veces al día, por debajo y por encima del río Guadalquivir y en cada viaje recuerdo a Pepe Borge, amigo derrotado por el cáncer, que no cogía el metro porque temía que “el río se le cayese encima” entre Plaza de Cuba y Puerta Jerez. Entre la salida de la estación del metro y el instituto, el paisaje que recorro es variopinto: el monumento al Sagrado Corazón, el elevador que conduce al barrio del Monumento en San Juan, unos viveros, la barriada Guadalajara con su plaza del Doncel, una de las fachadas y el patio del Colegio Público “Tartessos”, con su graffiti dedicado a Picasso, una gasolinera, la autovía de Coria del Río, los exteriores de unos grandes almacenes –es gratificante, por cierto, sentir en la piel el cambio de las estaciones sin esperar a sus anuncios televisivos-, el polígono El Manchón y, al fin, otro polígono, el de Vega del Rey, en el que se encuentra el IEDA. Observo todo esto y a la gente: poca antes del amanecer, bastante más numerosa al regreso. Y entre esa gente, algunos días, en el metro, descubro a una de las limpiadoras del edificio en el que se encuentra nuestro centro. Ella, al salir de la estación, cogerá un autobús o subirá a un coche, no lo sé. Llega siempre antes que yo y creo que fue una de las primeras personas con las que me crucé cuando, por segunda vez, llegué al edificio del IEDA. Empezaba el trabajo…Una vez incorporado al centro una de las novedades más importantes –quizá la más significativa para mí- fue el permanente contacto, visual, físico, con mis compañeros. En primer lugar con los más “cercanos”, componentes del departamento de Ciencias Sociales, Puri, Luisra, Juanlu, Ernestina, Alberto y Patricia y a “dos pasos”, como quien dice, Cinta, Maribel, Esther, Reyes, Pilar, Teresa, Carmen, Eduardo, Marta, Betania, Alistair, Fátima, Lola, Manuel, María José, Consuelo, Ana o Patricia López, de los departamentos de Inglés, Economía y Orientación. A la vez que me adaptaba y acomodaba a una manera diferente de trabajar iba siendo consciente del desafío que tenía por delante desde todos los puntos de vista. Procuré no arredrarme y una de las tareas que decidí imponerme fue ir conociendo las aportaciones y logros de mis compañeros en el mismo “medio” en que iba a trabajar: la red. Acceder a los contenidos y tareas que el IEDA utiliza y ofrece es relativamente fácil –siempre que los servidores no se “caigan”, claro- pero, se trataba, además de aprender, de admirar. Había pues que indagar y buscar.
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