“escapar” a su raza, y quitarse la “maldición” que
significaba haber sido esclavas.
Por eso, el mulato o la mulata lleva escrita en su
cuerpo el signo de la rebelión ante las normas y el
miedo de la sociedad esclavista a la dispersión.
De ahí que aquellos escritores pusieran tanto énfasis en tratar de fijar su “virtud” y que, a pesar de
que las desearan, les temieran, ya que al rendirse
al amo o buscar tener relaciones sexuales con él,
ponía en peligro sus conceptos de pureza, privilegios y descendencia racial. Nuevamente, el aguijón de los negros se infiltraba en la familia blanca.
Ese temor, por supuesto, no era nuevo ni se originó con la sociedad esclavista. La pureza de sangre es un concepto profundamente arraigado en la
mentalidad española desde antes de la Conquista,
que ejerció una gran influencia en la sociedad cubana decimonónica. Según Verena Stolcke en Racismo y sexualidad en la Cuba colonial, la pureza
dividía a los cubanos entre los puros (los blancos)
y los impuros (los negros y mestizos). “El puro
fácilmente puede quedar contaminado e impuro
precisamente por el matrimonio con un miembro
de la categoría impura. No obstante, en teoría, el
impuro nunca podrá desprenderse por completo
de su impureza”.21
Eduardo Ezponda, un escritor antiesclavista de
origen puertorriqueño que vivió en Cuba muchos
años, resumía este dilema de modo ejemplar en su
ensayo La mulata (1878). Allí se refiere a las relaciones sexuales entre los blancos y las mulatas
como un contagio, una epidemia y una impureza:
“La prole degenerada lleva el sello de la calidad
materna. No la salva ser hija de blanco. No la excusa ser fruto de la seducción, y acaso de la
fuerza. El color impera sobre toda consideración
filosófica. Se transmite la impureza, se vincula y
se castiga severamente a despecho de todo. No ha
de infringirse la teoría que la juzga cosa, ni más
ni menos que si fuera bestia”.22
Vale entonces enfocarse en la importancia que le
daban los escritores blancos a estos espacios de
comunicación y de contacto racial, para reparar
en los daños que suponían para ellos ser dueños
de esclavos o simplemente blancos. En otras palabras, descifrar eso que Martí llamaba el supuesto “veneno de la raza”.23 Haciéndolo, analizaremos las formas de dominación que esta élite
blanca fue institucionalizando desde principios
del siglo XIX para defenderse de quienes la amenazaban y perpetuar de esta forma su poder. Se
entiende entonces por qué lo más importante de
estas novelas no es el negro, sino el blanco, y por
qué la servidumbre esclava y la mezcla racial eran
el “cancro” que los comía. La impiedad, como decía el Padre Varela, degradaba sus vidas e iban
convirtiéndolos (o podían convertir) un país de
blancos y costumbres europeas en una colonia de
africanos.
Un personaje típico de esta élite letrada es José
Victoriano Betancourt, quien analiza por primera
vez la figura delictiva del negro curro en una crónica y un poema, vinculándolo a los discursos higienistas, lexicológicos y demarcatorios de la ciudad letrada de la primera mitad del siglo XIX. Betancourt estaba muy preocupado con los negros
esclavos o libertos que vivían en extramuros de
La Habana y comenzaban a ser tipificados por sus
rasgos físicos y morales. Betancourt y Francisco
Calcagno enfocaban las zonas suburbanas, de extramuros, como lugares donde se localiza la podredumbre, la criminalidad y la pobreza. En ellas
permanecían los negros al acecho y según dejan
entrever, era donde se escondían los esclavos cimarrones. No obstante, estos barrios de extramuros no eran homogéneos en cuanto al rango social
y la etnicidad de las personas que allí vivían. Más
bien eran lugares dinámicos que constantemente
se redefinían según los intereses de la élite política y administrativa colonial.
Los terrenos de esta zona suburbana comenzaron
a ser atractivos para la clase alta en las primeras
décadas del siglo XIX y para 1837 se construye
allí el Palacio de Aldama, que junto con otras
obras arquitectónicas, como el Jardín Botánico, la
Alameda de Paula e incluso la Casa de Beneficencia, daban continuidad al espacio encerrado por
las murallas.24 Esto nos dice que las élites intelectuales y políticas de la colonia muestran un escenario tan grotesco en sus crónicas y novelas para
indicar la insistente racialización de estos espacios, la búsqueda de un “otro” más allá de las
fronteras físicas de ciudad, un otro que encarnara
los miedos del sistema y que amenaza con tragárselo.
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