Las regulaciones migratorias dictadas en los últimos tiempos para devolver a los provincianos a
sus regiones de origen (a la fuerza, de una forma
inhumana), lejos de contradecir el anterior disparate del gobierno revolucionario y de mostrar algún interés por enmendarlo, corroboran la
indolencia y el carácter descabellado de las decisiones, a la vez que devela el fracaso del proyecto,
dando fe del callejón sin salida en que les ha metido una vez
más su modo
peregrino
de
disponer las cosas y de manipular a las
personas. Aquellos a los que
antes quisieron
convertir
en
punta de lanza,
son hoy una denuncia viva y un
peligro para la
estabilidad de
su poder. No caben dudas de que en este, como en tantísimos
otros planes, el tiro les salió por la culata.
Paradójicamente, los emigrantes asentados en la
periferia habanera se manifiestan casi por unanimidad contrarios o indiferentes a la política del
gobierno. Al igual que el resto de los cubanos más
pobres, demuestran estar hartos de los discursos
que desde hace medio siglo hablan de un futuro
que se teje a la luz del día para luego ser destejido
entre sombras, como el manto de Penélope. Y en
tanto al gobierno parece no haberle quedado otro
remedio que buscar simpatizantes dentro de una
nueva clase media (bastarda), formada por el sedimento del dinero que generan los empresarios
militares, la inversión extranjera y el turismo, o
entre cierta intelectualidad pancista e hipócrita,
que gusta de posar como
salvadora del socialismo.
Esta es ya la única clase a
la que le conviene el estatus de dictadura retrógrada en que derivó la
revolución, cuyos líderes
solían pregonar que era
de los pobres y para los
pobres.
Lástima que tales asuntos
no estén ocupando c