La calamidad tiene un solo culpable: el gobierno
revolucionario. También tiene un origen, con
acontecimientos específicos y fáciles de pormenorizar, por más que los estudiosos oficialistas de
las ciencias sociales no se animen a meterle el
cuerpo.
Orígenes de la tragedia
Desde los mismos días de su ascenso al poder, el
gobierno revolucionario demostró un distintivo
interés por violentar la composición socioeconómica de los habitantes de La Habana. Era lógico
suponer que a los capitalinos, por vivir un tanto
más cómodamente y con mayores niveles de información que el resto de los cubanos, les resultaría más difícil adaptarse a las condiciones de
pobreza extrema y de sometimiento totalitarista
que muy pronto, pasado el entusiasmo de los primeros momentos, nos vendría encima.
Vio entonces el incipiente gobierno caer por su
peso la necesidad de evitar riesgos sin duda previsibles. Esperar a que la gente de la capital emigrara espontáneamente hacia el extranjero, como
al final ocurriría, era algo para lo que posiblemente no disponían de tiempo ni paciencia. Tampoco podían trasladar a los habaneros hacia el
interior del país, aunque no iban a dejar de intentarlo. La solución estaba en imponerles un cambio
en las condicionantes socio-económicas y, por supuesto, en la mentalidad. Y para que ello fuera
factible había que alterar, en número, su composición clasista. Entonces comenzaron las oleadas
desde el oriente.
Primero fueron los integrantes del Ejército Rebelde. Después, cientos de miles de estudiantes,
cuyo arribo a la capital resultó comprensible en
principio, toda vez que en el interior apenas existían escuelas especializadas. Pero ocurrió que
más tarde fueron los reclutas del servicio militar.
Y detrás, decenas de contingentes de trabajadores
para las más disímiles tareas, en particular obras
constructivas. Y detrás, los policías y los maestros emergentes y los trabajadores sociales.
En todos los casos se daba por descontado que no
sólo fijarían residencia permanente en La Habana, sino que iban a traer a la familia.
Y esa familia también cargaría con sus otros parientes.
No es de extrañar que, por tales razones, los nuevos barrios de edificios altos, numerosos y repletos, que se construyeron en predios capitalinos
durante los años 60, 70 y 80 no hayan sido suficientes para resolver y ni siquiera aliviar la drástica situación de la vivienda en la ciudad. Y eso
que, ciertamente, una gran parte de los habaneros
naturales viven hoy fuera de Cuba. Tan cierto
como que los capitalinos de reciente hornada tienen motivos (aunque no tengan razón) para mirar
con alarma la continuación del alud migratorio.
Parece obvio que, ante el imperativo de descontaminar la capital de parroquianos con espíritu de
clase media, al gobierno revolucionario se le
alumbró el bombillo con la idea de apretujarlos
entre los pobres del interior. Con esto no sólo conseguía crear un desbalance favorable en su composición social, sino que, sin invertir nada y sin el
menor esfuerzo, les mejoraba la vida a nuestros
paisanos del interior y aseguraba así su incondicional apoyo.
Ya que se trataba de inundar la capital con habitantes de otras regiones de la Isla, ninguna tan
idónea como la oriental, superpoblada y empobrecida históricamente. A los orientales, con su
muy bien ganada fama de rebeldes, no sólo resultaba importante contentarlos. También era conveniente tenerlos cerca. Por lo demás, ni a los
habaneros ni a los orientales ni a nadie en esta isla
les estaba dado prever los planes del gobierno. Y
a quien los previera, no le estaba dado impedirlos.
Así las cosas, llegamos hasta el momento actual,
donde aun cuando haya variado la estrategia gubernamental no han cambiado las condicionantes
que esa estrategia creo para la avalancha migratoria. Todo lo contrario. Si bien hay caos en La Habana —y en grado sumo en su periferia, donde la
pobreza y la violencia toca fondo en estos inicios
del tercer milenio, y no por casualidad en las comunidades levantadas por los emigrantes—, la
tragedia del interior se agudiza hasta alcanzar el
colmo en la mezcla draconiana de miseria, falta
de oportunidades y superpoblación. No es casual
entonces que no cesen las ya habituales oleadas.
A los orientales no debe quedarles otra alternativa
que bajar al llano o perder el pellejo en el intento.
El tiro por la culata
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