pasando por la producción industrial, la transportación, las finanzas y las más diversas ingenierías.
Su lectura ha producido la conmoción que motiva
este escrito. Maylan Álvarez Rodríguez es la autora de La callada molienda y divide el libro en
dos capítulos y un anexo. En la segunda parte del
libro se encuentran los testimonios referidos,
principalmente de ancianos que midieron su vida
por zafras y no por años; cuyos días no estaban
compuestos de horas, sino de jornadas con comienzo y final medidos por el pito del central.
Maylan Álvarez tiene cuatro porqués para realizar
esta empresa; el tercero enunciado en su introducción, reza: “A mi alrededor, demasiada incomprensión, dolor, nostalgia y alcoholismo, desempleo, juegos ilegales, y una generación como la
mía y las venideras bien lejos del trabajo que forja
al hombre, lejos del campo, lejos del azúcar, que
es decir Cuba pero de otra manera: más hacia la
raíz”.
Los que somos de las ciudades no sabemos qué es
un pueblo de campo. Si la identidad urbana es difícil de definir, es por un intenso proceso de mezclas en que perdemos las referencias originarias
de su conformación. No pasa así en los pueblos, a
menudo aparecidos en torno a prácticas específicas. Fuera de las ciudades, un puerto, un río, un
ingenio, un cruce de caminos, determinan el surgimiento de una población y sus hábitos. En ellos
la propiedad no es lo que se obtiene por medio de
pago en un mercado, sino lo que determina la pericia que otorgan siglos de trabajo en una misma
función.
En el modo de sembrar o cortar la caña de un campesino están impresas las vivencias de s u padre y
las esperanzas que porta para su hijo. El trabajo
está demasiado enraizado en una cosmovisión a
la que no es posible poner punto final de un día
para otro sin graves consecuencias.
Lo conmovedor del libro de Maylan Álvarez es
que muestra no solo que en nuestro país se implementó diez años atrás, a gran escala, una destruc-
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ción semejante, sino que lo hace a través del testimonio de sus principales víctimas, por medio de
su dolor y su desesperanza.
Es importante saberlo para entender algunas de
las razones por las que Maylan Álvarez habla de
alcoholismo y desempleo, de dolor y de lejanía a
propósito del cierre de tantos centrales. También
pudo haber hablado de muerte, pero esto lo dicen
sus entrevistados:
Manuel Eleuterio Fuentes Torres:
“Cuando el cierre del central, Gilberto Hernández, un gran amigo mío, se deprimió mucho y eso
lo llevó al suicidio. Él fue mi compañero de trabajo por 28 años (…) se ahorcó en el taller. Un 13
de mayo, que más nunca se me olvida, porque es
el día del cumpleaños de su mamá. Fui por la mañana al taller y cuando abro la puerta me encuentro aquello”
Reynaldo Castro Yedra: “Con la desaparición de los centrales y casi la totalidad de la
caña, mucha gente ha envejecido antes de tiempo.
Yo diría que hay gente que podría haber vivido
cuatro o cinco años más y han fallecido porque
eran cañeros de toda una vida, azucareros”
Alberto Perret Ballester: “Eso fue una
cosa mortal. (…) Donde antes había un ingenio
hoy es un tiempo muerto perenne, ya no hay resurrección posible. Esto del cierre ha afectado
profundamente a la gente (…) Toda la supervivencia dependía de eso. Se han quedado como un
batey más. Y tiene que haber afectado sobre todo
a las personas más mayores”
Víctor Hernández Baró: “En definitiva ya
aquí no hay vida. ¡Ah!, y aquí estamos bien porque el batey está cerca del pueblo, a menos de un
kilómetro del pueblo, y con to’ eso aquí no hay
vida. Aquí no hay vida pa nadie”
María Laura Martín Rodríguez: “Muchos
azucareros, lo sé por el testimonio de los que aún
viven en esos lugares, enfermaron y murieron por
estados depresivos, por estados de desolación, del
golpe mortal a su amor por la azúcar”