Los Estados Unidos tuvieron el suyo: la libertad
de los individuos dentro de una comunidad de
iguales, a través de un orden cívico que debía buscar ante todo la prosperidad de sus ciudadanos.
Orden cívico equivale para ellos a orden legal,
contrapeso de poder y desconfianza hacia el Estado. George Washington, el hombre, el expresidente, ilustra ese telos de un modo ejemplar: se
niega a repetirse en el poder, garantiza con ello su
libertad de elegir y vuelve al trabajo que le proporciona su espacio cívico rural. Él pertenece a
ese otro pueblo que inaugura la modernidad: el
pueblo cívico que impresionó a Alexis de Tocqueville.
A lo largo de sus desencuentros y necesaria
reorientación, estas tres naciones ejemplares han
mantenido su propio telos y ofrecido al mundo
una biohistoria de consecuencia, determinación y
progreso singulares. Y por una sola razón, que
está siendo seriamente considerada por todos los
estudios y proyectos de sociedad: desde el principio ese telos siguió el mandato de sus culturas, redefiniéndolas y redefiniéndose según el mandato
mayor de cada época.
Francia, Alemania y Estados Unidos, ¿qué tienen
que ver con Cuba en lo que corresponde al telos
de la nación? Todo y mucho. España y África,
vistas aquí sin especificidades antropológicas,
dieron a Cuba sus modos de ser, pero aquellas naciones proporcionaron nuestros modos de concebir el espacio de convivencia. Si la cultura cubana
miró siempre a Francia y nuestra mentalidad económica a los Estados Unidos, la cultura política,
como visión y fundamento, no como institucionalidad, tuvo que ver mucho con Alemania. Las
consecuencias culturales de esta trifurcación merecen ser analizadas, in extenso, con más rigor,
pero parece innegable que el proceso de preparación y concepción de las pautas de convivencia
está intelectualmente marcado por aquellas naciones.
La confluencia paradigmática de estas tres fuentes históricas en el tejido de nuestra convivencia
fallida provoca una tensión entre el pueblo romántico de la historia, que nos hala hacia esa visión redentora que desde José Martí nos acom-
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paña (Alemania); el pueblo ciudadano de la política (Francia) que, a falta de cultura cívica y visión de Estado, nos condujo a las mezquinas luchas por el poder; y el pueblo cívico de la sociedad (Estados Unidos) ,que hasta hoy trata de
desarrollar sus actividades específicas y concretas, en toda su diversidad, alejado de esa visión de
grandeza histórica de los mesianismos y de espaldas a los ajetreos políticos vinculados a las luchas
por el poder.
Esa tensión nunca ha sido resuelta en Cuba. Su
desigual contrapunteo favoreció siempre a una de
estas tres fuentes históricas, la que más necesita
del Estado para su propia realización: el pueblo
que se ve a sí mismo con un destino histórico a
realizar. Un destino que, aunque nos cause risa,
tiene que proyectarse a escala mundial. De lo contrario, no sería un destino.
Por aquí aparece y reaparece el componente español. Curiosa y contra históricamente, porque si
nuestra convivencia como nación podía y debía
tener un sentido propio era negando a España precisamente como tradición política. En lo que los
Borbones tenían que ver con los Hasgburgos y estos con los Hohenzollern era justamente en lo que
Cuba, como nación cívico-política, no tendría que
ver con España. Esa mentalidad mesiánica, que
concibe al Estado como la más alta realización
humana, que no es propiamente española, nos
viene de fuente alemana, pero por vía de las formas monárquicas que nos legó nuestra antigua
metrópolis. Una mezcla rara que explica también
por qué y cómo un Estado totalitario se concreta
en Cuba a través y solo a través de una familia.
Este aparente desvío histórico tiene pues algunas
raíces culturales, pero pudo lograrse en Cuba a
costa de nuestra diversa matriz cultura. Razón por
la que la posible y necesaria convivencia de nuestras pluralidades culturales no ha sido traducible
al espacio cívico-político. Y más: la ausencia de
solución satisfactoria de aquella tensión ent re el
hombre historia, el hombre ciudadano y el hombre cívico ha hecho imposible en un nivel profundo, que es el de los fundamentos culturales de
una nación, la convivencia de nuestra pluralidad
constitutiva.