La Constitución es la constatación fáctica del
pacto social de que hablara Juan Jacobo Rousseau. Representa la anuencia de toda la población
(o de su mayoría) a ciertas normas que reflejan las
condiciones de la delegación de poder del pueblo
a los gobernantes que, por ser solo detentadores
temporales del poder entregado por el soberano
real de la nación, deben usarlos en total y completo beneficio de quienes confiaron en ellos para
hacer avanzar al país hacia el fin teleológico que
la constitución señala.
Esas normas y los fines de la constitución están
en ella como paradigmas, como postulados que
garantizan beneficios a los ciudadanos y crean y
fundamentan las instituciones del andamiaje político del Estado. Sin embargo, la mera constitución, escrita y aprobada por los ciudadanos, no es
garantía absoluta de su cumplimiento. Son menester cierto número de leyes complementarias.
Si en la Carta Magna aparece, por ejemplo, que
los ciudadanos tienen el derecho a asociarse entre
sí, pero no hay un mecanismo claro y efectivo que
lo garantice, entonces es muy posible que el derecho de asociación sea más bien un espejismo y
resulte a la larga (o a la corta) letra muerta. Por
esta razón los países democráticos establecieron
el Tribunal de Garantías Constitucionales con la
función de garantizar los planteamientos constitucionales y velar por que no sean papel mojado.
Ante una violación, flagrante o no, de los preceptos que la Ley de Leyes avala, el Tribunal de Garantías garantizará que se restituya de inmediato
la norma jurídica quebrantada (por quien sea) y
devolverá al afectado la seguridad y el derecho
que se otorga constitucionalmente. Donde esto no
ocurra, será triste el papel que la constitución
puede realizar, por no decir ninguno. El Tribunal
Constitucional tiene importancia capital como garante de la vigencia y práctica reales del Derecho
Constitucional.