pero el equivocado está a un paso de convertirse
en enemigo y, muy importante, lo sabe. Para una
sociedad en la que la repercusión de las acciones
del líder va siempre en un solo sentido, desde la
fuente de poder al resto, es una cuestión de sobrevivencia saber el lugar que se ocupa respecto al
liderazgo.
En el proceso de rechazar el recuerdo, el silencio
se asume de manera individual; es una vivencia
que se emplaza a niveles suficientemente complejos para que, con el olvido demandado por el poder, cada quien olvide o rebaje la estima con respecto a un número ilimitado de eventos. ¿Cómo
puede evaluar su participación en la revolución
cubana de la década del cincuenta quien aceptó
que, contra todo pronóstico, Fidel Alejandro Castro Ruz se convirtiera en el único protagonista de
la insurrección y es de mal gusto recordar los
combates en los que el gran líder no participó?
¿Cómo puede evaluarse a sí mismo el veterano de
la guerra de Angola que debe aceptar callado que
Arnaldo Ochoa, el general que lo dirigió victoriosamente en las últimas décadas y por el que estaba
dispuesto a dar su vida, sea juzgado por traidor y
fusilado en apenas semanas?
Cuando estos silencios demandados por el poder
son asimilados por el individuo, se corrompe el
orgullo y la estima por el esfuerzo propio. La memoria se convierte en un acusador al que es mejor
no convocar. El rechazo del recuerdo es apoyado
socialmente por el envilecimiento de la expresión
de la individualidad.
El diversionismo ideológico, expresión de difusa
aplicación, pero familiar a los cubanos de diversas generaciones, marca peyorativamente a todo
el que se distingue de la uniformidad militante
que promueve el Estado. Cuando el discurso
único busca desautorizar a los jóvenes que no se
integran plenamente, no vacila en calificarlos con
atributos propios de aquello que busca mostrarse.
En su discurso de 13 de marzo de 1963, Fidel Castro se refirió así a los jóvenes incómodos al sistema:
“Por ahí anda un espécimen, otro subproducto
que nosotros debemos de combatir. Es ese joven
que tiene 16, 17, 15 años, y ni estudia, ni trabaja;
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entonces, andan de lumpen, en esquinas en bares,
van a algunos teatros, y se toman algunas libertades y realizan algunos libertinajes. […] Claro que
no chocan contra la Revolución como sistema,
pero chocan contra la ley, y de carambola se vuelven contrarrevolucionarios. […] Muchos de esos
pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí
con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes «elvispreslianas», y que han llevado su libertinaje a
extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides
por la libre”.
En “El diversionismo ideológico, del rock, la
moda y los enfermitos”, Ernesto Juan Castellanos
apunta que este discurso definía la política social
que emparentaba el homosexualismo con los delincuentes, los lumpen y los vagos.
El sujeto promovido desde el poder no debe expresarse ni debe exhibirse.
Quien lo consigue será celebrado por el régimen.
En su concepto de revolución, enunciado en 2000
y difundido alegremente por el aparato de propaganda estatal, el Comandante en Jefe ensalzó la
modestia junto con el sacrificio y otras virtudes
que, supuestamente, debe tener el revolucionario.
Para el liderazgo único, la modestia es la capacidad de diferir el orgullo y la expresión de la trascendencia individual.
Las notas necrológicas de aquellos que llegan a
merecerlas en la prensa oficial cubana abundan en
la cualidad de modesto, que es también el segundo nombre del presidente, para exaltar a quienes llevaron sus méritos de modo silencioso e
irrelevante.
Otra forma de olvido es la incapacidad para recordar.
La ciencia histórica necesita renovar permanentemente su narración. Se obtiene información
nueva, se plantean razonamientos novedosos.
Las memorias de tal o cual participante se editan
y ponen a la venta para el gran público.
Con ello debe repensarse la historia que ha sido
construida, pero para hacer historia es necesario
el recuerdo y es necesario que queramos exponerlo.