sidades y anhelos de un pueblo que ya
no cree en las promesas y discursos del
poder, pero carece de voz y espacios
para hacer valer sus derechos, críticas y
propuestas.
Durante la convulsa década de los noventa, un grupo de jóvenes de extracción humilde y desde la natural conexión histórica con la cultura popular
norteamericana, encontraron en la cultura hip hop una vía para canalizar proyecciones estéticas y políticas como
reflejo nítido de los estados de ánimo y
las necesidades de los cubanos de a pie.
En medio de doctrinarios y manipuladores discursos oficialistas, y de la banalidad comercialista de muchos creadores
que no se atreven a estructurar su obra
sobre fundamentos estéticos y expresivos coherentes y comprometidos, surgió
y se fortalece un movimiento cultural
para reafirmar que la música cubana
tiene otra cara, oculta, profunda, siempre realista y a veces lacerante. Tal propuesta no tiene acceso a los medios y
espacios comerciales de la Isla; es una
vertiente que nunca veremos en las tribunas públicas de la manipulación política.
El extendido movimiento del hip hop
cubano, compuesto por decenas de grupos diseminados por casi todas las ciudades del país, aunque con predominio
en La Habana, refleja en sus temas fundamentalmente las inquietudes, frustraciones, anhelos y búsquedas de una juventud que no ve horizontes ni alternativas de desenvolvimiento y desarrollo
en un sistema con noción de bienestar y
prosperidad que no rebasa los estrechos
marcos del incontestable y autocomplaciente discurso oficial.
Desde los rincones más humildes de
nuestras ciudades, un sin número de
grupos y solistas comenzaron a elaborar
una nueva lírica, un discurso poético
directamente conectado con nuestras
más crudas realidades, con los problemas y carencias que golpean a los sujetos más vulnerables de la sociedad.
Lejos de las esporádicas e hiperbólicas
referencias sociológicas de algunos trovadores que saben todo y se atreven a
decir poco, y sobre todo salvando la
honra de la música cubana ante la insensibilidad de creadores que escapan
de la realidad montados en el útil caballo de la vulgaridad, la chabacanería, el
machismo y la banalidad, los raperos
cubanos han demostrado en los años
duros el talento y el compromiso para
llamar a las cosas por su nombre
Así, a mediados de la década de los
noventa, desde una ciudad satélite llamada Alamar, donde se arremolinan
más de cien mil cubanos de extracción
humilde en horribles edificios provisionales que se quedaron para siempre en
medio de una caótica urbanización,
donde no se molestaron en construir
drenajes fluviales ni un solo templo
cristiano, y donde por mucho tiempo los
militantes del partido comunista asumieron la tarea de hurgar en los estantes
de los vecinos para garantizar que ningún beneficiado de la revolución conservara atributos religiosos de origen
africano, comenzó a proyectarse hacia
Cuba y el mundo este movimiento, que
ha tenido que bregar muy duro para
convertirse, desde las sombras, en un
fenómeno musical, artístico, cultural y
social de trascendental dimensión y
alcance en la actualidad.
Las agrupaciones cultoras del género
rechazan las variantes banales, las fórmulas comercialistas que buscan el éxito fácil, además de la hipocresía y la
simulación estimuladas por el sistema
de control absoluto. Han demostrado
profunda sensibilidad social y vocación
critica, arrastrando gran cantidad de
seguidores que, sin necesidad de promoción oficialista, aclaman a esos raperos que logran expresar en su música el
sentir, las inquietudes, las frustraciones
y esperanzas de amplios sectores de la
juventud cubana.
Durante varios años, los festivales de
hip hop de Alamar se convirtieron en
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